George Michael y 1989.
Allá por 1989 realicé mi primeros programas de radio. El nombre del programa no lo escribo, que me da vergüenza. Tratábamos la actualidad de la NBA, y lo hacíamos realmente bien. No teníamos nada claro, éramos menores de edad y disfrutábamos de cada día como si fuera a ser el último. Esta música era la sintonía del programa, no me preguntéis por qué. Nunca he sido especialmente fan de George Michael, pero ahora que se ha muerto he sido consciente de algunas cosas. La primera, acabo de recordar que me compré el LP en el que publicó esta canción. La segunda, al ver los videos de George Michael me fijé, por primera vez, en lo guapo que podía llegar a ser un hombre, sin sentir pánico a que me apuntara un dedo intolerante tachándome de maricón. Tercero, he recordado que una de sus canciones marcaba el cierre del garito al que íbamos a ligar durante la adolescencia (canción: Last Christmas). Las chicas de entonces tenían buen gusto y criterio (como las de ahora) y pasaban bastante de nosotros, con lo cual, al ritmo del baile "forzadamente agarrao" de esta cancioncilla, plegábamos nuestras hombreras a lo Sony Crockett y Ricardo Tubbs y para casa. En enero de aquel año, no es de extrañar, yo era virgen y odiaba Last Christmas.
Año especial donde los haya, el 89. El PSOE ganaba, de nuevo, las elecciones. Sacaba por aquel entonces más de 8.000.000 de votos, si no me equivoco (qué tiempos aquellos). Fraga disolvía Alianza Popular (qué tiempos aquellos) y fundaba Ciudadanos. No, perdón, fundaba el Partido Popular, diseñando una estrategia que acabaría por conducir a su agrupación a la Moncloa. El muro de Berlín caía, preparándose un maravilloso panorama de libertad y apertura al mundo para los países del Este de una Europa que ya no existe. Era el fin de la oscura Europa comunista, en la que la U.R.S.S. se disolvería reconcentrándose en una Rusia que da más miedo que aquella especie de Imperio Rojo, y que, a día de hoy, ha conseguido poner una pica en la Casa Blanca.
Aquel año ganaba un Premio Ondas a la producción radiofónica el programa "La Bisagra". El Premio Ondas televisivo se le concedía al
documental dedicado a la figura de Yoyes, un reportaje de aquel Documentos TV fundado unos años antes por mi poeta Miguel Veyrat . La liga de baloncesto la ganaba el Barcelona de Epi y la copa del rey la ganaba el Real Madrid de Petrovic. Un Real Madrid épico nos arrasaba a los atléticos (a los del Barca también) con una delantera llena de maravillosos matadores (¿se acuerdan de Hugo Sánchez?). Mi madre se recuperaba del todo de un brutal accidente de tráfico que en el 86 casi le cuesta la vida. Hubo suerte. Volvió a caminar sin problemas, que no sin dolores. Desde entonces, por el mismo percance, mi hermana Tote se convirtió en adulta, mi tía Pepa en anciana y mi padre decidió jubilarse.
Se publicó la primera edición de Los pilares de la Tierra, de Ken Follet, en inglés. En España, el gremio de editores, a través de su representante, declaraba que "lo peor de la crisis ha pasado". Creo que aún resuena el eco de aquellas palabras en el sector editorial.
Juan Gelman publica "Carta a mi madre", libro que yo leería para inmediatamente dejar de pensar en publicar poesía. Jamás escribiría de aquella manera, desde las tripas, desde el dolor y la ausencia, con una calidad exquisita. Entonces leí sobre el horror de la Operación Cóndor y tuve pesadillas todo el año con ser atado y lanzado al mar desde un avión pilotado por militares. Ese año conversé con José Luis Sampedro por segunda vez en mi vida. Me abrazó la mano derecha con las suyas al despedirnos. Tenía las manos suaves y muy cálidas.
En música, Luis Cobos perpetraba Ópera Magna. Compré un vinilo en el Rastro de Madrid por 500 pesetas, Las Cantatas de Bach (Nikolas Harnoncourt). Me lo había recomendado mi amigo Luisfe. Lloré al escucharlo por primera vez. Lloraba al ver a Cobos en la televisión. Lloraba al escuchar a Bach. Aprendí que en esta vida se puede llorar por muy diferentes motivos, no teniendo todas las lágrimas el mismo significado (ni valor).
En primavera de este año tuve una cita con una mujer mayor que yo, en su casa. Me recibió vestida con lo que ahora sé que se llama picardías y con una bata corta de seda que nunca cerraba. Yo llevé Las flores del mal, de Baudelaire. Leí mucho, se durmió, no follé. Ahora somos amigos y a ella le sigue aburriendo la poesía.
Por Kosovo se empezaba a liar.
Decidí cosas importantes en la primavera del 89. Por ejemplo, que mi vestuario favorito, en adelante, se compondría de una camiseta blanca, vaqueros (Levis 501) y botines (discretos, de piel campera marrón, no tipo El Fary). En invierno, por el frío, me cambió el gusto y el criterio, decidiendo que usaría una cazadora de aviador de piel con cuello de borreguillo que sería sustituida por una cazadora vaquera en los días menos fríos.
También recuerdo haber pensado en comprar mi primera moto. Conservo alguna revista-catálogo de motocicletas de aquella época. Las tengo guardadas en mi carpeta de gomas, la secreta, junto con unos interviús que no sé si dirigía por aquél entonces Ignacio Fontes (no creo, es muy joven para ello). De vez en cuando también leía sus artículos, pero a escondidas, porque no quería que cualquiera pudiera pillarme con la revista en la mano. En aquel tiempo, entre mis amigos, no creo que nadie aceptara la posibilidad de tener un interviú entre las manos para leer (si acaso se leían los pies de las fotos de las mujeres en pelotas y se sujetaba, como mucho, como mucho, con una mano). Si me equivoco ya me corregirán el arquitecto técnico y excelente dibujante Oskar Alonso o el humanista, sociólogo y sabio cuidador de jardines, Miguel Angel Rodríguez Garcés .
En 1989 Fernando Martín, mítico jugador de baloncesto, se mataba en accidente de tráfico. Recuerdo también la fotografía del cadáver de un Ceausescu colgado, dictador rumano, al que habían fusilado. El video de su fusilamiento me resulto innecesario en las noticias. Comencé a ser consciente de lo odiosa que es la sensación de no contener las ganas de mirar algo que no es necesario mirar, para comprender lo que ha pasado, en toda su extrema violencia y brutalidad.
En el 89 Javier Montesinos Quinto estaba en tercero de primaria, en la clase de Don Ernesto (maestro muy majo, con muy mala hostia, pero siempre con una buena excusa para tenerla). En su clase cuidaban de un canario amarillo. El alumno con más positivos se llevaba el pájaro a casa y lo cuidaba como premio. Javier ganaba positivos, pero nunca se llevó el pájaro a casa. Tampoco le gusta demasiado la poesía. ¿Tendrá este rechazo por la poesía alguna relación con Baudelaire, o con no haber cuidado de un pájaro amarillo? Ahora Javier es uno de mis mejores amigos. Nunca se despeina. Parece un Click de Famóbil. Muchos grandes amigos de ahora no existían entonces. El canario amarillo de Don Ernesto murió hace ya mucho tiempo.
Yo terminé en junio el instituto y en septiembre comencé la carrera de Ciencias Físicas.
En la universidad conocí a Marta García S. y me enamoré como nunca lo había hecho. Ella era extremadamente inteligente, despreocupadamente osada y atractiva hasta lo arrebatador. Liaba sus cigarrillos sin añadir nada, lo que me sorprendía mucho. Los únicos a los que conocía que se liaran los cigarros solían añadir bastante costo a los mismos. Poyatos y Yáñez eran los repetidores del instituto y nos convencieron para probar suerte jugando al rugby con ellos, porque necesitaban jugadores, así que acabé entrenando con el Teka de Alcobendas, un equipo que jugaba en división de Honor. Duré un par de meses, lo que restaba de temporada. No llegué a jugar ningún partido. En las idas y venidas de los entrenamientos Yáñez conducía y se reía sin motivo, y Poyatos liaba porros a una mano y se los pasaba encendidos al resto del personal en el coche. No fumé, pero en una época en la que las ventanillas no tenían elevalunas eléctricos, descubrí que uno puede reír sin motivo, aunque lo que ocurra alrededor sea triste o incomprensible.
Con el dinero de los primeros ingresos (poniendo copas, sacando pasta en algún concurso literario del instituto, o posando para aprendices de Bellas Artes) me acostumbré a ir al cine a solas, casi todas las semanas. Recuerdo querer ser un Indiana Jones descolgándome de un tanque en el último momento, o un asesino chino a sueldo, o abominar Mi pie izquierdo (no por la historia de la película, sino por el miedo que me daba ser tetrapléjico). En diciembre de ese año alcancé 89 centímetros en el test de salto vertical. Podía saltar por encima de cualquiera con un poco de carrerilla y apoyando mis manos sobre sus hombros. Casi sentía que volaba, tanto cuando saltaba, como cuando estaba con Marta García S.
En 1989 escuché por primera vez la expresión "familia desestructurada". Los periódicos contaban la historia de tres adolescentes, de 14 y 15 años, cuyos cadáveres se encontraron en condiciones macabras. Que si un pie por allá y dos cuerpos por acá, que si una sierra mecánica, que si unas familias desestructuradas y unas muertes por consumo de un cóctel de drogas y alcohol (¡A los 14!). De nuevo imágenes innecesarias en mi cabeza. Un pensamiento en el coche de Yáñez: mejor no ser de familia desestructurada, sobre todo si hay sierras eléctricas cerca de las muñecas y o tobillos.
El rugby no era lo mío y lo dejé, pasivo y medio colocado.
Mi amigo Agustin Jimenez comenzaba a demostrarnos a todos que su talento interpretativo no era una anécdota del instituto. Poco después consiguió ingresar en la RESAD, superando las exigentes pruebas de acceso.
En febrero del 89 necesito dinero y escribo un cuento corto con el fondo en la emigración del campo a la ciudad. Lo hago a máquina, con una Olivetti Lexicon 80 prestada por una profesora enrollada del departamento de inglés, y uso papel de calco para hacer las tres copias que necesito entregar. Escribo la historia en menos de dos horas, haciendo pellas de otras clases. Argumento: la feliz vida de un muchacho en el pueblo se va apagando. Se le niega el futuro al protagonista de mi historia. Traicionado por su amor adolescente, lo abandona todo para irse a la ciudad. No recuerdo el título de la historia, ni recuerdo si guardo copia. Entrego el trabajo en el último segundo. Gano las 2.500 pesetas del primer premio.
Me gasto 500 pesetas en un disco de música clásica que me hará llorar de emoción (a escondidas, como con el Interviú) y con el resto del dinero voy dándome pequeños caprichos. Por ejemplo, compro una caja de condones por si Marta García S. decide dejar a su novio y no hacerme la cobra en el enésimo intento de besarla. Abriría la caja de preservativos en la Nochevieja de ese año, consumiendo dos. No recuerdo cuántos entraban en la caja, tampoco la marca. Recuerdo que, en la farmacia del barrio siguiente al mío, al comprar los condones, me pareció que aquellas señoras conocían a mi madre de toda la vida.
Mario Villuendas Panarelli estudiaba en el mismo instituto que yo y vivía en el mismo bloque, en el séptimo A. Me invitaba a acompañarle mientras practicaba. Toca el violoncello. Él estudiaba la suite N. 1 de Bach mientras yo usaba una máquina de hidráulicos que imita el remo. Cuando él toca, en aquél 89, yo cierro los ojos e imagino que estoy remando en un lago de Alemania. Mario es un gran violonchelista que trabaja, con su esposa violinista, en la Orquesta de Cámara de Bruselas.
Como empiezo a echar algo de cuerpo me atrevo a invitar a Marta García S. a la fiesta de fin de año que organizan los de la pandilla de Paco Viseras y Juan Vicente Castellanos. Paco se parece a Lou Diamond Philips y Vicente es el tipo más noble que yo conozco en aquella época. Le respeto, pero no por su nobleza, sino porque en aquellos días él tiene voz grave y profunda, y los demás la tenemos de "por hacer". Ellos también iban en el coche de Yáñez a los entrenamientos de rugby.
En ese año leo El nombre de la rosa. A falta de un par de páginas para su desenlace, Oscar Alonso comete un deleznable acto de indiscreción (lo que viene a ser un spoiler) y me cuenta el final, por hacer una gracia. Por primera vez corro detrás de una persona con la intención de pegarle. Por suerte tropiezo, me jodo las rodillas y mis Levis 501 nuevos, por las rodilleras -es casualidad-, y no le alcanzo. De lo acaecido surgen dos cosas buenas: Óscar me sacaba dos cabezas y había sido portero de las categorías inferiores del Real Madrid, mejor no alcanzarle por aquel entonces. Lo segundo: se pone de moda vestir como George Michael. Mis pantalones rotos triunfarán en una fiesta de fin de año a la que Marta García S. no acudirá portener que ir a perder la virginidad con su novio de toda la vida.
En esa fiesta, un tipo veinte años mayor que yo se pone un condon como gorro, desenvolviéndolo hasta cubrirse la nariz con el látex. Toma aire por la boca y lo suelta por la nariz, hinchando el condón hasta que revienta. La gente le jalea. A mí me hace gracia y le pido que me enseñe. Estreno la caja de condones. Le doy uno a él y yo uso otro. La operación es un éxito. Regreso por la mañana a mi casa, aclamado, eufórico y borracho. Me encuentro a mi padre en la cocina, desayunando sopa de ajo. Al despertarme, bien entrada la noche de ese día, mi padre ha encontrado la caja de condones y me pide que los guarde con mayor discreción, fuera de la vista de mi madre. Me recomienda que evite el escondite de los Interviús, conocido por todos, siendo éste un tema evitado en la mesa, por no darme un disgusto. Cualquiera le explica que los interviús tienen artículos interesantes y bien escritos. Cualquiera le explica que sé explotar condones usando la nariz.
Hasta junio del año siguiente no vuelvo a usar un condón. En esta ocasión me lo daría una mujer.
George Michael ha muerto a los 51 años mientras yo estoy pasando el día de Navidad en Nueva Orleans.
Ni siquiera sé si todas estas cosas ocurrieron en 1989.
Algunas cosas no sé si llegaron a ocurrir.
Tengo la sensación de que, de niño, George Michael sacaba muchos positivos y hubiera cuidado muchas veces del canario de Don Ernesto.
Termino de escribir esto mientras escucho "Faith", de George Michael.
Los canarios macho viven en torno a los diez años.
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