Biografía (actualizada 2019)

Álvaro Hernando (Madrid, España, 1971) es maestro y licenciado en Antropología Social y Cultural (especializado en lingüística evolutiva y en los fenómenos de lenguas en contacto). Colabora como periodista en diferentes medios y, principalmente, dedica su tiempo a la docencia. Cuenta entre sus publicaciones con los poemarios Mantras para Bailar (2016) y Ex-Clavo (2018), Chicago Express (2019). También ha sido invitado a participar en publicaciones colegiadas, como la que rinde homenaje a Federico García Lorca, Poetas de Tierra y Luna. Homenaje a Federico García Lorca: Reedición de Poeta en Nueva York (2018). Ha participado en varias publicaciones colectivas de cuento, entre las que destaca el volumen Cuentos @ (2019), de Editorial Magma, Lenguas en Tránsito. Ha publicado poemas, ensayos, artículos y relatos en diferentes revistas de España y Estados Unidos. En la actualidad es delegado para EEUU de la revista de literatura especializada en Poesía Crátera, así como colaborador en distintos medios especializados dedicados a la literatura y a la docencia. En el año 2018 recibe el Premio Poesía en Abril, otorgado por la organización del Festival Internacional de Poesía de Chicago, donde vivió por varios años formando parte de la comunidad de escritores en español del Medio Oeste norteamericano. En la actualidad vive en Madrid, donde trabaja como asesor para el Ministerio de Educación y Formación Profesional.

sábado, 26 de enero de 2013

Orden y castigo...

Dice una amiga, escribe una amiga (ella sí que escribe bien, tan bien que parece que te lo dice a ti y a nadie más), que a los hombres nos puede el macho que llevamos dentro y no contamos nada o casi nada de lo que realmente aturde nuestro ánimo. Yo debo ser la excepción con excepciones que confirma la regla.
Siempre he necesitado volcar lo que llevo dentro, casi como ritual de limpieza de alma. No es el alma lo que limpio, claro, quizá sea un poco exagerado. Más bien es como lanzar por la ventana unos calcetines sucios que no son tuyos y huelen que apestan. Tan mal que atufan toda tu desordenada casa. De mis desórdenes me ocupo yo. Son los que adornan mi casa y mi vida. Pero de los tufos ajenos... para eso debo ser muy mujer, porque tengo la necesidad de endosarle los calcetines a su legítimo dueño. Que cargue él o ella con su legítimo aura de hedor y hongo.
No debo ser el único que haga así limpieza, porque últimamene la gente me endosa cada calcetín sudado... Y mira que trato de que se me note que no uso esa estrategia, que me ocupo de mis asuntos sin salpicar, que respeto los asuntos de lo demás sin entrometerme. Pero no. No hay manera. Siempre aparece alguien que te conoce mejor que tú, o eso piensa, y te perdona la vida con su presencia, luciendo un aura atufado de calcetines sucios propios y ajenos que ya alarma y predispone a abrir las ventanas para que corra el aire. ¡Con el frío que hace!
Supongo que todos somos así en algún momento de nuestras vidas. Supongo que algunos momentos de dejadez han hecho para los que más cerca tenemos que el ambiente esté enrarecido por lo que hemos dejado que creciera entre los dedos de los pies. Ahora me doy cuenta de que deberia agradecerle a un par de personas esa paciencia que han tenido con la poca higiene espiritual que han tenido que soportarme en alguna que otra situación. Pero... quién no se ha dejado llevar en algún momento por lo triste o lo oscuro.
Claro, también me doy cuenta de que de vez en cuando aparece algún espabilado o despistado (léase hombre o mujer) que no tiene pituitaria o lavadora. Incluso puede que ninguna de las dos cosas.
No solo te vienen con los ya famosos calcetines apestados, propios o de algún inquilino afectivo, si no que te vienen con toda una maleta llena de historias reciclables. Se te acercan con la colada del pasado sin hacer. Con la maleta cerrada, eso sí, como si su derecho a la intimidad aislara por completo el efluvio que tienes que soportar cuando te toca compartir sala de tránsito.
Te entran ganas de decir:
- ¡Lávalo, coño!
Yo el desorden y el orden lo llevo genial. Es como aquello de vivir en naturaleza o cultura (no se me entiendala equivalencia de términos por el orden de los factores, que no tengo muy claro si lo absurdo es ordenado o desordenado). Yo el desorden lo veo bien, como quien ve un ejército perfectamente formado: Cuestión de decisiones que toman otros o que no se toman. Lo que llevo fatal es la suciedad.
Pero ese no es el tema, que me voy por las ramas de mi desorden.
El olor a tufo de los calcetines sudados, secados, vueltos a sudar y abandonados en casa ajena. Ese es el tema que nos ocupa. Bueno, ese y la poca capacidad que me estoy descubriendo para orear la sala de tránsito. No contaba yo con que en algunas modernas construcciones las maravillosas cristaleras no se pueden abrir. Y hay cosas que solo puede ventilar el aire fresco, no el artificial, ese que te aplican con calefactores o aires acondicionados. Ese aire solo entiende de orden, no de higiene.
Hace poco otro amigo, de estos que van con su buena docena de calcetines apestosos propios y ajenos, me decía que se me veía bien. Lo cierto es que hace tanto tiempo que no nos vemos que no sé cómo puede verme bien o mal, pero bueno, si él lo dice... yo aseguro que no se me quedó ningún calcetín resudado escondido bajo su alfombra. Me sentí halagado. ¡Un tío diciéndole a otro que se le ve bien! Y eso que se me va mi padre y, casi, mi hermana en estos días. Días, semanas, meses aciagos de hospitales, médicos, incertidumbres, lágrimas y dolor. Pero oye, si un tipo duro te dice que te ve bien, te sientes más alto, más ancho y más guapo. Que por la cara no se me note la patada en el culo que me pueda dar la vida, como decía aquél diplomático francés.
Caso diferente hubiera sido de habérmelo dicho una amiga. Ahí no me hubiera sentido ni más ancho, ni más alto, ni siquiera más guapo. Simplemente me hubiera sentido tremendamente incomprendido. Injústamente tratado. "Después de hacerte yo a ti la colada, guapetona, cómo no me notas por los ojos cuando me muero de pena. Y más cuando vienes con un aroma estercolado a pasado lleno de orgánicos en descomposición". Eso lo hubiera pensado, claro. Nunca dicho. Fruto de la frustración de sentirme incomprendido. Qué egoístas somos los hombres.
No es sólo que no nos mostremos tan verdaderos como dice mi amiga (la que escribe tan bien que parece que dice las cosas, y que te las dice al oído mientras tomas un té de vainilla). Lo peor es que esperamos que las mujeres sean siempre y por siempre mucho más comprensivas. Necesitamos que lo comprendan todo. Que nos comprendan hasta cuando decimos que todo va bien.
Cosas de la genética del egoísmo.
Bueno, a lo que iba, que ese tampoco es el tema, que es otra rama de otro desorden.
La cosa es que no sé qué hacer con el pestazo ajeno. Cada vez es más el número de burbujas malolientes que hacen atmósfera conjunta cerca de mí. Me está costando airearlo todo. Ya, no suena creíble, pero me callo. Me callo como el tipo que huele un pedo en el atestado ascensor y tiene ganas de cagarse en la puta madre de su dueño (del pedo, no del ascensor). Me callo incluso cuando lo que me apetece es gritar muy violentamente y a la cara de quien sea: "¡Puto pedorro! ¿Qué coño te crees que haces?"
Solo que en estos casos es peor. Porque no hay ascensor, sino que se trata de un pequeño espacio cerrado, muy difícil de ventilar, que se llama intimidad.
Claro, hay amigos, amigas... que empiezan a extrañarse de que me ponga a la defensiva en cuanto se acercan a mi ascensor. Con lo que cuesta que baje y, sobre todo, que suba. El pobre es un ascensor cascado y ruidoso, sin puertas de seguridad de doble hoja, en el que estoy acostumbrado a subir y bajar con gente como mi padre, mi perro, mi hermana o el hijo que nunca tuve por haberlo perdido antes de nacer. Es un lugar con demasiada tradición a fragancia delicada, como para no enfadarme cuando alguien me viene, no con su caos o su dolor, sino con su calcetín sudado y maloliente.
Eso sí, mientras me digan que me ven bien, seguirán siendo mis amigos o amigas. Eso significaría que su alma, su conciencia o su deseo necesitan verme feliz. Todo es cuestión de lo que de uno mismo se pone en la mirada. La interpretación no es más lo que vemos tanto como lo que queremos ver.
Ya sabéis lo que pasa cuando se mira un cuadro. Unos ven una obra de arte, otros ven una basura. Algunos evocan bellos poemas y otros se quedan en blanco. Algunos ven sus vacíos y otros, en cambio, los sueños que no sabrían expresar si no hubiera pintado alguien ese cuadro.
El sol calienta mi espalda. Me agrada.
El sol de invierno. Abraza con una delicadeza que nadie puede rechazar.
No hay nada como el sol de invierno.
Os dejo. Voy a pasear con mis perros, bajo el sol de invierno.

viernes, 4 de enero de 2013

Amor bajo encargo

Amor bajo encargo


Se ofrece poeta en cuerpo y alma.
Se escriben versos,
de amor, por encargo.
Económico y sentido,
de desamor, con recargo;
Se habla de amor con propiedad.
Se apropia de amor al escribir.
Siempre pago anticipado
y factura en lecho de muerte.
Se habla de valor por pronto pago.
Se omite el miedo y el leerlo en elipsis.
Necesitados de palabras
y dominados por la desesperación
con cita previa.
Todos atendidos con el mismo interés
de quien escribe para la eternidad
y no para el éxito.
Económico.

jueves, 3 de enero de 2013

Indulto

 


Desde muy pequeño recuerdo haber oído la palabra “indulto”. Es más, recuerdo haberla oído en su participio más histórico. Indultado. Se puede saber mucho del significado de una palabra leyendo en lo ojos de su lector. Para el hijo de alguien que ha sido torero era la palabra en que podías leer, en los ojos de su padre, respeto, justicia, redención, perdón y compensación. Y muchas otras cosas, que seguro hay que leer entre líneas, líneas del iris.
Respeto. Respeto, por alguien que ha sufrido los avatares de la vida, enfrentándose a ella con nobleza, sin eludir una confrontación que, en cualquier caso, es inevitable y va a tener como resultado un final, una derrota, una muerte segura.
Justicia. Justicia, para quien sin lugar a dudas y a ojos de todos los que observan, al margen de su propia intención, merece el reconocimiento de sus acciones. Son acciones admirables, valientes, nobles, duras y estoicas. Justicia para quien demuestra fuerza, quien se diferencia de lo que otros como él hicieron antes. Reconocimiento de que su rectitud en la arena ha de ser respetada.
Redención. Redención para el verdugo. Para el asesino y para el torturador. No hay brillo más intenso en los ojos de un torero que el que ilumina el lavado de tanta sangre de sus manos al estar presente en el perdón de un astado. Es mucho el peso de la sangre en las manos de quien también es capaz de amar y perdonar. Necesita redimirse a través del perdón para una bestia. Aunque sea una, y muy de vez en cuando.
Compensación. Compensación del dolor causado. Lo que peor se lleva es el sufrimiento del animal. Ese sufrimiento quedará enterrado a nuestros ojos en una apacible dehesa. Trauma por libertad. Dolor por descanso. Castigo por lujo. Se cambia todo el ropaje del condenado y se le cuida y mima hasta el fin de sus días. Que los días malos den paso a los buenos, los que harán que, cristianamente, todo el sufrimiento pasado tenga sentido y justificación.
Mi padre fue torero. Aborrezco el espectáculo, la tortura y la impostura cultural que supone.
Pero comprendo que no tuvo más remedio. Es, fue, un hombre de su tiempo. Esto significa que no supo, quiso, o no pudo tomar el timón de su vida y virar contra la corriente. No al menos hasta ser algo más mayor.
Yo siempre esperaba, por respeto a la humanidad, redención de mis cobardías, justicia como motor de rebelión y compensación de todo el sufrimiento infligido a quien ni lo merecía ni lo buscaba, esperaba, como cuento, el indulto. Indulto para otro. Para el toro. Para todos.
Recuerdo que había un señor muy poderoso, sentado en un sitio prominente, que otorgaba premios, castigos y perdones. Otorgaba el indulto, como autoridad máxima. El indulto siempre se presentaba como la salvación última e inesperada. No todos los que lo merecían eran indultados, pero todos los indultados lo merecían.
Ahora leo, veo, vivo rodeado de indultos.
La justicia de los hombres se hizo papel. Las justicias, las administradas por leyes, han sabido integrar en nuestra democracia el respeto, la justicia, la redención y la compensación.
Respeto. El respeto por el bien común, la felicidad, prosperidad y seguridad de todos.
Justicia. La justicia contenida en la coherencia y adecuación con las propias decisiones y acciones que cada ciudadano, en el uso de su libre albedrío, ejecuta afectando a aquellos con quienes convive.
Redención. La redención de quien cometió un error, terrible e irreversible o ligero y corregible. Redención de quien no ha dejado nunca de ser humano y alguien que puede y debe volver a integrarse en la comunidad sin suponer una amenaza. Sin ser un caso perdido. La capacidad de volver a ser alguien de provecho y con plenos derechos, con la cuenta pendiente a cero.
Compensación. La compensación a las víctimas. A todo tipo de víctimas. A las víctimas de los delincuentes y a las víctimas del sistema. A las víctimas que sufrieron la injusticia, la falta de respeto, el dolor, el castigo injusto.
Todo ello es lo que leo en la palabra “indulto”.
Pero lo que leería alguien en mis ojos, mientras leo esa palabra, es vergüenza, miedo, injustica, desamor, opresión. Indultan a personas que roban, que roban mucho. Indultan a personas que pegan, golpean, torturan, desde detrás de la barrera, escudados en el uniforme de policía. Indultan o ni siquiera juzgan, porque prescriben sus delitos, aunque sean públicos y notorios sus comportamientos públicos criminales.
Los jueces, en lugares nada prominentes, protestan porque desde el consejo de ministros se gestiona la justicia como quien perdona la vida de un toro en la arena.
Sin ningún rubor.
Me produce vergüenza.

martes, 1 de enero de 2013

La espera

Luz tamizada,
grises filtrados en poso 
quedan en los restos del olvido.
Bosque pequeño que adoro
resurgiendo entre columnas.
Luz que te lava, me hace, ser, limpio
en ti resonando cuando tengo tu tiempo.
Vacuo haz de luz dorada
que sustenta tus silencios,
en tu eco, no de vacío, de vida pleno.
Sí de escucharte, sí de sentirme ser a tu llegada,
henchido de fe el desafío.
En tu eco, no de vacío, de futuro pleno.
No doblegarnos nunca,
no ceder al retumbe de lo muerto.
Sí de vivirte, sí de olerme en tu regazo,
fruido el verbo en ti vivo.
Cuando pasen tus oscuros,
cuando tu luz regrese,
ver de esa dulce espera,
luz fresca y sentida.
Sí de tenerte, siembra, aferrarme a tus olores,
bruñido el hueso por polvo
y una hozada volando al golpe,
que también jabra la tierra.
Cuando acaben tus silencios,
cuando vuelva tu energía,
comprenderás que no buscaba tu palabra,
ni agotar tu vida.
Sólo quería oír y ver, juntos.
Cuando se acaben los días que nos encuentren
llenos de vida,
o vacíos de muerte.
Pero juntos.