La tribu
Cuando era pequeño vivía en un barrio un poco complicado. A mí me resultaba un barrio hostil, incluso terrorífico, en el que había gente que pegaba a otra gente por que sí. Hablamos de los 80, en una zona de viviendas del barrio de San Blas, en Madrid, ocupadas por funcionarios básicos de cualquiera de las administraciones de la época (ministerios, policías o guardias civiles, en su mayoría). Recuerdo que nos dividíamos en tribus, cada una de ellas desde su ficción, con sus mitos creacionales, sus rituales y fronteras. Los del primer barrio, nosotros, estábamos pegados a una parroquia. Los del segundo barrio eran los de la manzana siguiente, los del tercero los de la siguiente y así, sucesivamente, hasta acabar con todas las construcciones, más bien pocas, de la calle Valdecanillas.
Recuerdo esa época como marcada por el miedo. No sé si fue real o aquello es producto de mi imaginación. Seguro que en gran medida es producto de mi imaginación. Lo que sí es cierto es que la violencia era visible. Jugábamos a construir chozas en los descampados, con paneles de metal de los que se usan para delimitar las obras, palés y todo tipo de restos de maderas y chapas. Se construían como si fueran fuertes, con sus refuerzos y torres de vigilancia. Cuando estaban acabados, los mayores, que eran los más hijos de puta de cada barrio, nos llevaban a todos a conocer el fortín. Los mayores abusaban de todos los demás. El rito. Abusaban de muchas maneras. Nos usaban de monos de feria, nos hacían pelear entre nosotros para divertirse con el resultado, o, simplemente, intentaban que alguien hiciera algo ultrajante como prueba de poder y sometimiento. Abusaban de todos. De los medianos más, los parias, y de los pequeños menos, los más descontrolados y complicados, porque siempre podríamos tener algún hermano mayor dispuesto a ajustar cuentas, en caso de pasarse una indeterminada línea entre lo normal, violento, y lo vejatorio. Parecía que lo violento, a menos que hubiera sangre, no era tal y, por tanto, no requería una contestación. Recuerdo que para estas ocasiones, lo de las chabolas, uno había de llevar consigo un arma. Un palo, una piedra, un rodamiento, un tirachinas asesino de pájaros, un cristal envuelto en esparadrapo por un extremo o cualquier otra cosa. José María, el mayor de unos hermanos, un día llevó un martillo nuevo. José María no era José María. Era Jose, en llana y sin tilde, y era mediano aunque fuera hermano mayor de dos, lo cual le predisponía a llevarse hostias por parte de los mayores y de aquellos que teníamos hermanos todavía más mayores. Él era un paria, como decía, obligado a lucirse por diferentes medios. Por eso, un día, llevó un martillo nuevo que, o bien robó de la ferretería, o bien trajo de su casa. Yo llevé una rama que parecía un sarmiento. Lo propio de alguien de nueve o diez años.
Por supuesto, hablo de memoria, lo que quiere decir que gran parte de mis recuerdos son inventados.
Por ejemplo, recuerdo como un hijo de puta, uno de los mayores, probablemente el mas hijo de puta, Adolfo, hijo de un guardia civil, hacía las veces de general y nos hacía enloquecer. Nos presionaba hasta volvernos locos, aterrarnos o transmutarnos en minihijosdeputa, capaces de cualquier cosa. Después, nos lideraba contra otras chozas. Atacábamos como nos atacaban. En una ocasión diferente, Adolfo me soltó una hostia porque sí. Mi hermano lo vio desde atrás y le calzó una patada en la espalda. Yo tenía mucho miedo. Primero, porque Adolfo era de los que se iba de vez en cuando al centro de Madrid o a otros barrios a pegarse. Siempre fardaba de puño americano, o de navaja, o de cosas parecidas. Yo lo vi, no es un recuerdo inventado. Incluso creo que acabó mal, por cortarle una de las arterias que pasan por la pierna a otro que no sé si sería como él, pero que también iba a pelearse por el centro de Madrid o a otros barrios. Creo que estuvo a punto de ir a la cárcel, no lo sé. Además, el padre de Adolfo era mucho más hijo de puta que él. O por lo menos daba más miedo. La cosa es que su padre, que era guardia civil, vino a mi casa con su hijo, a hostiar a alguien, por lo de la patada de mi hermano. Pero mi padre era mi padre y también tenía una chaqueta con galones en los puños. Así que Adolfo padre le pegó una hostia a Adolfo hijo, delante de mí y de mi padre. Y no se la dio delante de mi hermano porque mi hermano era mi hermano y no le gustó nunca humillar a nadie, o participar en ninguna humillación. Pues ese Adolfo, el hijo, el hijoputa, un día nos condujo a la tribu del primer barrio contra una de las chozas de los de otro barrio. No sé si del segundo o del tercero. Íbamos a destruir su chabola. A destruir su mito. A pegarles. Entre descampados yo me escurrí, por ser muy cobarde. Sabía que o me pegaban o iba a pegar. La única manera en la que yo, por aquel entonces, podría haber pegado a alguien, era si otros me ayudaban, sujetándolo. Inmovilizándolo. Eso me daba tanto asco, como miedo me daba el que me pegaran.
Me escabullí y me fui a casa. No conté nada. Nunca conté nada.
Los del primer barrio fuimos a por la chabola de los del tercero, o del barrio que fuera, y la destrozamos. Yo no fui, pero era de la tribu del primer barrio y, por tanto, fui también responsable. En la chabola de los otros no había mayores. Sólo medianos y pequeños. Todos participaron, pero Jose tenía un martillo nuevo. De aquello fue que uno de los niños de la otra tribu acabó en el hospital con la cabeza rota. Creo que se quedó ciego de un ojo. Era más pequeño que nosotros. Jose era el mayor de dos hermanos, Osquitar y otro de cuyo nombre no me acuerdo. Su padre era un policía nacional con bigote. A Jose no le pasó nada porque el tuerto no tenía padre y todos dijeron que había sido una pelea justa y sin vejaciones. Un accidente. Cosas de niños.
Unos días después de la pelea, gritaban mi nombre desde la calle. No había telefonillos, como ahora. Y me llamaba Jose y no uno de mis amigos habituales, que eran otros los que me llamaban para bajar a jugar al fútbol o a las chapas. Jose no era malo, pero era mediano. Bajé. Estaban los mayores y algún mediano. La cosa es que íbamos a “jugar” al boxeo. Uno de los boxeadores iba a ser yo y el otro Jose. Mi “entrenador” se llamaba Paco Saiz de Miera, creo, un mayor que era mi vecino y que, también creo, siempre trataba de protegerme. El otro entrenador era uno que daba mucho miedo. Pepe. Pepito. Creo que sobrevivió a la heroína de la época. Otro mierda. Un teatro para darme de hostias, por haberme perdido en la incursión. Empezó el combate y resultó que no se me daba mal. Lo que más me jodía es que Paco me hizo, muy inteligentemente, quitarme las gafas. No ver bien siempre me ha producido una inseguridad y un miedo tremendos. Como no veía, me acercaba mucho a Jose. Sus golpes no tenían demasiado recorrido. Jose era el típico niño que, cuando todos jugábamos a hacer presas con el agua de los charcos, chupaba trozos desgastados de ladrillo viejo, de arcilla. Era pica. Daba mucho asco. Me daba mucho asco que me tocara, porque sus manos estaban siempre llenas de mierda, sus uñas largas y negras por dentro. Tenía unos ojos azules preciosos. Algunos vecinos se asomaban y decían cosas, pero los mayores manipulaban la situación, haciendo ver que era nuestro juego. Luego jaleaban, cada uno a sus favoritos y, cuando un golpe caía de lleno o la cosa se convertía en un baile ridículo, se meaban de la risa. Qué risa todo, ¿verdad? Yo miraba a la esquina por la que solía llegar mi hermano, cuando acababa mecanografía o judo, pero no llegó. No. No llegó mi hermano. Mi hermano Cos. Cómo le quiero. Tuve mucho miedo. Golpeaba poco, pero muy fuerte y Jose lloraba. A veces de rabia y a veces porque yo le alcanzaba y le hacía sangrar. No fue una cosa larga. Para mí una eternidad. Le di una hostia enorme entre la nariz y la boca. Le pillé con un gancho de izquierdas cuando él se agachaba hacia su derecha. Le rompí. Paco me separó y me puso las gafas. Los mayores del lado de Jose me llamaban cobarde y mierda. Osquitar se había ido porque sabía que su hermano hacía mal. Era muy guapo. Iba siempre limpio y no chupaba piedras, que yo sepa. Adolfo quería llevarme a casa de Jose, para exponerme ante su padre, el policía con bigote. Tiraba de mí por la camiseta. Una camiseta de punto, con cuello parecido a un polo, pero muy feo, heredada de mi hermano. Uno de los vecinos se asomó y gritó ¡Quietos todos! ¡Alto ahí!, y todos los mayores y los medianos salieron corriendo. Allí nos quedamos José, llorando y sangrando, y yo. Le ayudé a levantarse, y juro que ni tuve miedo ni compasión. Los tirones me habían dejado el punto de la camiseta dado de sí, hecho una mierda. Yo marchaba para mi portal y Jose para el suyo. Se dio la vuelta y me repitió lo mismo que los mayores de su lado: ¡Cobarde! ¡Mierda! ¡Cobarde!
Esa noche maté a uno de los jilgueros de mi madre. Nunca me lo he perdonado. Siempre estaré en deuda.
Hoy estoy confinado en mi casa y unos cuarenta adolescentes han aparecido junto a mi ventana para pegarse. Había muchos, montando bulla. Se veía cómo cinco o seis de ellos tenían atrapados a otros tres, contra las vallas del garaje de mi casa. La tribu jaleaba. Sonaba igual que en aquel combate falso. Asomado a la ventana he gritado, con la voz más grave que he podido: ¡Alto ahí! ¡Quietos todos! Y la marabunta de adolescentes ha huido en todas direcciones, esparciéndose como gotas de mercurio sobre un cristal. Corrían, reían, gritaban. Me hubiera gustado bajar para consolar a los tres que todavía estaban allí. Y también hubiera querido decirles que la vida no es eso. Que no. Que no hay que demostrarle nada a ninguna tribu. Porque en el camino, aunque la tribu no lo pida, podríamos acabar matando un pájaro.