No me es extraño:
desde que por primera vez agarré su dedo,
con mi mano rosada y pequeña,
mi padre impregna todo lo que me rodea
y no tengo que cerrar el puño
para sentirme aferrado a él.
No me es extraño:
abrir la palma de la mano
es reconocer que sus huellas le pertenecen,
que mi mano de bebé estaría vacía
de no ser por aquel dedo adulto, protector,
y lo más opuesto a una cesión.
Yo sigo cerrando fuerte la mano
cuando la belleza me asalta.
Como si pudiera mostrársela o agradecerle
la sangre, el amor y el olor de una camisa
limpia
besándome en la frente cada mañana,
justo antes de despertar,
siempre agarrado a ese dedo de padre.
¡Cuánta pureza en un gesto perdido!