Biografía (actualizada 2019)

Álvaro Hernando (Madrid, España, 1971) es maestro y licenciado en Antropología Social y Cultural (especializado en lingüística evolutiva y en los fenómenos de lenguas en contacto). Colabora como periodista en diferentes medios y, principalmente, dedica su tiempo a la docencia. Cuenta entre sus publicaciones con los poemarios Mantras para Bailar (2016) y Ex-Clavo (2018), Chicago Express (2019). También ha sido invitado a participar en publicaciones colegiadas, como la que rinde homenaje a Federico García Lorca, Poetas de Tierra y Luna. Homenaje a Federico García Lorca: Reedición de Poeta en Nueva York (2018). Ha participado en varias publicaciones colectivas de cuento, entre las que destaca el volumen Cuentos @ (2019), de Editorial Magma, Lenguas en Tránsito. Ha publicado poemas, ensayos, artículos y relatos en diferentes revistas de España y Estados Unidos. En la actualidad es delegado para EEUU de la revista de literatura especializada en Poesía Crátera, así como colaborador en distintos medios especializados dedicados a la literatura y a la docencia. En el año 2018 recibe el Premio Poesía en Abril, otorgado por la organización del Festival Internacional de Poesía de Chicago, donde vivió por varios años formando parte de la comunidad de escritores en español del Medio Oeste norteamericano. En la actualidad vive en Madrid, donde trabaja como asesor para el Ministerio de Educación y Formación Profesional.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Recordando a Mai 2016

Ya me iba a la cama, pero he visto este video y se me han revuelto las tripas. 

Hace unos 15 o 16 años trabajaba, como casi siempre en España, con una población escolar bastante agresiva. Población segregada, apartada, empobrecida y, por qué no decirlo, asilvestrada y acomodada a su asilvestramiento. 

El caso es que como tengo mi carácter y por aquél entonces estaba de mejor ver, los alumnos no se atrevían a retarme directamente (ni las familias), como hacían con la mayoría de los otros profesores del centro escolar en el que trabajaba. 

No les culpo, la vida es una mierda para la mayoría de personas de esas zonas y no tienen por qué "portarse bien", puesto que ni les compensa ni les libera de la miseria.

Estos alumnos, muy acostumbrados a urdir, si es que la cosa les interesaba, encontraron mi punto flaco: el amor por los animales. Así que, supongo que para provocarme, o al menos molestarme, se dedicaban a exhibir sus artes en la tortura de animales. Entre aquellas recuerdo una especialmente horrible para el animal martirizado. La cosa consistía en rociar con algún producto inflamable a una oveja, haciendo apuestas acerca de lo lejos o lo rápido que llegaría a determinado punto. 

Cuando no era una oveja y fuego, era un gato y agua, o un pájaro y piedra. 

Con la mayoría de los padres no se podía contar, pues muchos de ellos estaban embrutecidos hasta límites delictivos. 

Tras un año, conseguimos -no era el único que trabajaba con aquellos muchachos- que demostraran cierta sensibilidad hacia los seres vivos. Devolver la vida a los animales asesinados no era posible, así que entre la mayoría de los muchachos decidieron robar uno de los cachorros de la camada que el padre de uno de ellos había conseguido para las peleas de perros. No todos los muchachos participaron, tres quedaron fuera de la acción. 

La perra que me trajeron al colegio era una mezcla de American Staffordshire Terrier y otro ejemplar de presa, más pequeño, buscando un pecho muy ancho, una cabeza estrecha y un cuerpo más liviano y rápido que el de los rottweiler americanos. 

Por supuesto, acepté el regalo. Aunque sabía que no podría criar a esa perrita, pues ya tenía un samoyedo y temía que dañara a la cachorra, me llevé al cachorro muy orgulloso. Primero, me lo llevé como un triunfo sobre la brutalidad. Segundo, como una muestra de respeto. 

Decidí llevarla al veterinario al día siguiente y, de ahí, a algún colectivo de adopción. Temía que el samoyedo la hiriera, así que me dispuse a pasar una mala noche. 

Al llegar a casa, la cachorra, de semanas, lejos de asustarse del pobre Uli, la emprendió alegremente a bocados con todo lo que encontró a su paso. Destrozó mis zapatillas de clavos de velocidad, las normales de paseo, botines, patas de armarios, sillas, cojines de sofá, y un largo etcétera que llegó hasta la plancha metálica de la puerta blindada. Por supuesto, puso a mi Ulises, de 11 meses, un tiarrón perruno que tiraba de neumáticos como quien silba, en fuga. 

Me pasé educando a aquella perra meses. Era disciplinada, no hacía sus cosas en la casa, pero cazaba todo tipo de bichos y me los traía como ofrenda, arrojándolos a mis pies y sentándose moviendo el rabo con la boca ensangrentada. Eso provocó que tuviera que llevarla atada y que le pegara alguna que otra voz. Creo que mis caras de asco fueron lo que más influyeron en su educación canina. Así que dejó de arrojarme cadáveres a los pies, y empezó a depositar suavemente frente a mí todo tipo de criaturas malheridas, pero no muertas. Sobre todo gorriones. Tenía una facilidad para cazar gorriones tremenda. 

Así que me pasé un invierno maravilloso. Mi habitación tenía dos ventanas que estaban completamente abiertas en invierno, de día y de noche, ya que ese espacio se había convertido en una especie de "hospital aviar", lleno de maltrechos pajaritos, plumones y cagadas. 

Por suerte mi cama era una de esas elevadas, como si de una litera se tratara, pero sin otra cama debajo, sino un escritorio muy molón y un banco de pesas. Todo lo que quedaba por debajo del segundo peldaño de la escalera para subir a la cama estaba emplumado y enmierdado. Lo que quedaba entre el segundo y el cuarto, sólo enmierdado. De ahí en adelante, frío y olores. 

Así que el invierno fue pasando, los pájaros muriendo o sanando y saliendo por la ventana, y la perra tranquilizándose. Cierto es que en ese proceso de apaciguamiento ayudó el hecho de cambiar las patas de los muebles de la casa. Nada de pequeñas patitas de 12 cm, de madera. Buenas patas de metal, rojas y cilíndricas, de esas del IKEA, de 62 cm de alto. La perra se comió los rodapiés y esos pequeños tochos de madera que antiguamente terminaban por unir los cercos de las puertas y los rodapiés (sí, casa antigua en el barrio de San Blas). 

Claro que no la entregué a un refugio de animales. Le puse nombre: Mai. No tiene sentido mitológico, fue por una tontería. 

Mai creció, ensanchó su pecho, agrandó su mandíbula y siempre lució unos calcetines de pelo blanco a diferentes alturas en sus musculosas patas. Era una perra muy fuerte. Jamás atacó a una persona, por mucho que la agobiara o molestara. Sólo una vez, con 11 años, atacó a un perro y fue a un Akita Inu que la tenía tomada con Ulises, el samoyedo, y al que atacaba a la menor oportunidad. En aquella ocasión, el Akita alcanzó a un Uli que ya no podía sostenerse por la artrosis, y que acabó cayendo ante el ímpetu de su atacante. Maí derribó al Akita Inu sin usar su boca. Corrió como una bala hacia él y el golpeó con el pecho con tal fuerza que el otro perro cayó dando volteretas. Se plató delante de él y no hizo más que enseñar los dientes y esperar gruñendo. El dueño del akita se lo llevó y aquí paz y después gloria. Cosas de perros, no hubo problema. 

Mai ha sido la perra más noble que he conocido, la más espabilada y la más fuerte. 

Murió unos días después que Ulises, aquí, en Illinois. 

De entre los tres o cuatro chavales que no participaron en el regalo, hace unos quince o dieciséis años, uno, llamémosle Ramón, acabaría formando parte del grupo que eligió abusar de una chiquilla del barrio, con discapacidad intelectual (lo que para él y el resto de violadores era una retrasada mental). Luego de torturarla, la atropellaron y, finalmente, mataron aplastando su cráneo con una piedra.  

Desde entonces me queda una sospecha, casi convencimiento: los torturadores de animales atormentan a las mascotas porque aún no se ven lo suficientemente fuertes y seguros como para torturar a una persona.  

Mai fue una perra preciosa. 

Ramón roció con líquido inflamable el cadáver de una chiquilla y le prendió fuego.