Al fiel lector de Ucrania
Estoy sentado en un restaurante, en la calle 42, junto a la 5a Avenida, en uno de esos cientos de corazones que tiene latentes Nueva York. Hago lo mismo que otros turistas, mientras ceno. Aprovecho los enchufes para darle vida a mi adicción al móvil y al iPad, indagar en la red sobre aquel escritor, esta poeta, aquella excelente escritora que ya no me habla y, en especial, para alimentar mi ego revisando mis escritos.
Ahí es donde más me entretengo. Si alguna vez me toca la lotería y me hago rico (de esos quienes no sólo no necesitan trabajar, sino que además contratan a alguien para que les recuerde que, si hubiera que trabajar, ahí estarían ellos para hacerlo por uno) prometo dedicarle tiempo a la ardua labor de hacer un mapa de mi ego. En dos dimensiones, pues en tres, me temo, sería imposible dado que no se ha inventado aún la tecnología necesaria para el estudio de este universo. A veces, me consta, algunas personas han enviado sondas en esta misión, pero han acabado por perderse para siempre en ese agujero negro.
Hay días en los que me acerco a alguna orilla de éste, mi ego, para ver por qué ese es el límite y no otro, más alejado y ambicioso. Suele pasarme que en esas orillas hay alguien a quien le parece oportuno pararse a ver qué hay por aquí.
Creo que mi ego no se expande más, llevándome a la segura desintegración, gracias a estas personas.
A una de ellas escribo ahora, en mitad de la Gran Manzana, tratando de imaginarme por qué se empeña en visitarme. Lo hago agradecido, por supuesto. Para mí es extraordinario el vivir en Ucrania y visitar casi a diario las entradas de un blog que escribe un tipo perdido, la mayor parte del tiempo, a más de 8000 kilómetros de distancia.
A ti te escribo, fiel lector, o lectora, no lo sé, que me dedicas un rato desde allí tan lejos de mí, tan lejos del español. Me pregunto qué te llevará a hacerlo. Mi ego dice que es por la calidad de lo que escribo, pero ya sabemos todos que el ego de uno está siempre enfermo de orgullo y no dice más que gilipolleces. Si por el ego fuera, querríamos que todas las amigas bellas se nos enamoraran, las menos bellas también, como los amigos, sus madres, padres y hermanos, y que lo hicieran ocupando todo el espectro amoroso que va desde lo más platónico y devoto hasta lo profundamente perverso y pasional.
Aquí sentado me pregunto, ignorando a mi ego (y te aseguro que es difícil, el muy cabrón es como el traje del Spiderman Negro), ¿qué te hace visitarme casi a diario? Me produce admiración y ternura. Me entran ganas de cuidarte escribiendo más cosas que hagan que te merezca la pena el visitarme desde tan lejos. ¿En qué trabajas? ¿Eres hombre o mujer? ¿Hablas español o mi blog se te aparece como
spam asociado a algún sitio en la red que, de manera inevitable, necesitas visitar cada día?
Me acojona bastante que seas una máquina, uno de esos motores de búsqueda que rastrean el ciberespacio a la caza de clientes potenciales para un banco, una web porno, una universidad virtual radicada en Colorado o, por qué no, información para los servicios secretos de un estado en el que escribir por debajo de un punto mínimo de calidad esté tipificado como terrorismo.
No me gustaría que fueras una jodida máquina, o su lenguaje, o la nada.
Así que voy a inventarme un nombre para ti. Si eres hombre te llamaré Oleksandr, si eres mujer, Mariya.
Querido Oleksandr, me encanta que me visites. Me gustaría mucho saber qué te hace acercarte, de lejos y desde tan lejos, a este blog. Me intriga, de veras, Mariya, qué puede motivar que mis palabras aparezcan en ese norte de Europa, cada vez más alejado de mi conocimiento. Me sorprendo cavilando acerca de si tendrás bigote, Aleksandr, o mucho busto, Mariya. Reconozco que algunas veces mi imaginación va por libre y todo se vuelve más confuso, visualizándote con mostacho y tetas todo en uno, pero acabo siempre por entrar en razón, centrándome con otras cuestiones. A qué hora leerás lo que escribo, Aleksandr. Quizá lo haces mientras te bañas, o de madrugada, porque no puedes dormir. Puede que lo hagas mientras desayunas, Mariya, o mientras cenas.
Quizá no te llamas Oleksandr, ni Mariya, sino Alejandro o María, y nos conocemos de algún bar de España y, por pura nostalgia, acudes a leer lo que tu amigo vomita por aquí.
En fin, amigo, amiga, que te agradezco la lealtad. Me halaga. Me asusta.
¿Qué puedo hacer por ti?
Tengo que cuidarte, mi único y leal lector ucranio.
Lo único que por ahora se me ocurre es inventarme un nombre para ti. Quiero que lo sepas, amigo, amiga, en este mundo es más importante tener un nombre que un cuerpo. Y es aún más importante conservarlo y no perderlo.
Para ti, o para vosotros, amigos ucranios:
A veces descubro partes del mundo,
minúsculas,
desechables,
que me hacen desconocer el mundo entero.
Entonces me doy cuenta de estar empezando
a olvidar mi nombre.
Como si uno perdiera letras por el camino.
Sí, es eso.
He ido perdiendo todas las letras de mi nombre,
hasta el punto de que ya casi ni me recuerdo.
Por suerte no tengo que llamarme.
Sólo tengo que ver una sombra,
aquí, junto a mí en el suelo,
y seguirla hasta el punto
en el que me encuentro
(normalmente por los pies).
Así a veces, por estar tirado en el suelo,
bien puedo encontrarme por un costado
(nunca por la espalda, ahí no me llego).
Nunca me he llegado
ni le he llegado a nadie
por la espalda.
Pero, centrémonos:
creo que no recuerdo mi nombre
porque he extraviado todas
y cada una de las letras por el camino.
Perdí una letra el día que dejé de ir a la escuela.
Y si hago feliz memoria recuerdo haber perdido otra más,
mucho antes: el primer día que fui sólo al mismo sitio.
Perdí una pequeña el día que insulté a mi madre
y las letras con acento a la muerte de mi amigo.
Perdí la letra mayúscula en esos días
de la Marcha de los Inocentes
por el Mediterráneo.
Y yo sin hacer nada.
He perdido tantas letras de mi nombre, tantas que son casi
t o d a s .
De mi nombre queda una sola letra
que sé siempre va a permanecer.
Si quieres encontrarla,
si quieres llamarme,
búscala en la tumba de mi padre.
¡He perdido mi nombre entre tanto color y ruido!
¡He perdido mi nombre entre tanta alegría y escándalo!
Letra a letra, mi nombre se ha ido escurriendo
por las rendijas que hay entre mis dientes
Algunas, las letras, se han perdido hacia afuera,
se las ha llevado el viento,
se han diluido en el agua de la lluvia,
o se han congelado y quebrado
por el frío del invierno.
Otras, en cambio, las letras,
se han malogrado hacia adentro.
Me las tuve que tragar,
digerir,
defecar.
No puedo decirte más que algunas de ésas,
como pasa con ciertos recuerdos,
acabaron buscando su sombra muy cerca de mis pies.
Perdí mi nombre
Álvaro Hernando