Biografía (actualizada 2019)

Álvaro Hernando (Madrid, España, 1971) es maestro y licenciado en Antropología Social y Cultural (especializado en lingüística evolutiva y en los fenómenos de lenguas en contacto). Colabora como periodista en diferentes medios y, principalmente, dedica su tiempo a la docencia. Cuenta entre sus publicaciones con los poemarios Mantras para Bailar (2016) y Ex-Clavo (2018), Chicago Express (2019). También ha sido invitado a participar en publicaciones colegiadas, como la que rinde homenaje a Federico García Lorca, Poetas de Tierra y Luna. Homenaje a Federico García Lorca: Reedición de Poeta en Nueva York (2018). Ha participado en varias publicaciones colectivas de cuento, entre las que destaca el volumen Cuentos @ (2019), de Editorial Magma, Lenguas en Tránsito. Ha publicado poemas, ensayos, artículos y relatos en diferentes revistas de España y Estados Unidos. En la actualidad es delegado para EEUU de la revista de literatura especializada en Poesía Crátera, así como colaborador en distintos medios especializados dedicados a la literatura y a la docencia. En el año 2018 recibe el Premio Poesía en Abril, otorgado por la organización del Festival Internacional de Poesía de Chicago, donde vivió por varios años formando parte de la comunidad de escritores en español del Medio Oeste norteamericano. En la actualidad vive en Madrid, donde trabaja como asesor para el Ministerio de Educación y Formación Profesional.

sábado, 19 de enero de 2019

Masks Confronting Death. James Ensor, 1888

Masks Confronting Death, James Ensor, 1884

Limpiar de fotografías un viejo ordenador puede convertirse en un ejercicio de dolor autoinfligido. 
Allá por enero del año 2015 se fue mi perro, mi amigo Ulises, un samoyedo con un ojo de cada color, mi compañero de aventuras durante unos 14 años. 
Un imbécil le dio algo de comer que el sistema digestivo de anciano perro no pudo gestionar. Tuvo una hemorragia interna y mostró terribles dolores. A su edad fue el fin. La cosa se prolongó unos veinte días, hasta el 1 de febrero. 
Le lleve al veterinario en mitad de una tremenda tormenta de nieve. El último trecho no pude completarlo en coche y le llevé en volandas. El veterinario estaba cerrado ese día, pero la dueña de la clínica estaba allí y nos atendió en persona. Me dijo que hacía años que no tocaba un animal. No hubo nada que hacer. Tengo la sensación de que él sabía que la veterinaria le estaba envenenando y no comprendía por qué yo no hacía nada. Nos miramos a los ojos, él cerró los suyos y expiró, yo lloré. Mai, la otra perra, de 13 años, estaba allí y se levantaba nerviosa, a dos patas, para ver qué pasaba con el compañero. Al poco recupere la compostura. Sentía que eso era lo que debía de hacer frente a una desconocida. El dolor, me decía, es algo íntimo, un tránsito de fuego callado e invisible. Algo interno.
Entonces, de una manera sucia, como hace habitualmente, carente de pudor, se presentó la muerte: un charco amarillo se desparramó por la mesa metálica, debajo de Uli. Si vegiga se relajó. Comprendí que durante  esos minutos el perro todavía vivía. Ese era el momento real del fallecimiento. Debió de estar unos minutos muriendo y escuchándome gimotear como un crío. 
Me sentí tan gilipollas, tan ridículo por no haber estado abrazándole ese rato... Tendría que haberle ahorrado ese llanto. 
Desde ese día tuve la sensación de que Mai, la otra perra, me mostraba su decepción con pequeños gestos. 
A los quince días, viajaba yo a Nueva York y, al salir de casa camino al aeropuerto, Mai se fue a una esquina del salón y, sentándose mirando la nada, dándome la espalda, rehusó despedirse. 
A los dos días yo estaba en el MOMA, el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Recibí una llamada de unos amigos que habían recogido a Mai para cuidarla. Si bien el fin de semana había sido muy bueno, con Mai jugando con su perro y mostrándose muy activa y enérgica, algo había ido mal esa mañana. Estaban en el veterinario. Mai tenía un fallo renal y se moría. Me pasaron a la asistente de un veterinario de guardia. Una clínica diferente a la primera. La conversación con el personal de allá fue desagradable y fría. Me preguntaban desde la oficina del veterinario si estaba dispuesto a pagar unos 3000 dólares por mantener viva a la perra, sin garantía de éxito, o pagar 350 por “dormirla” y “gestionar los residuos”. Me tragué un sentimiento irracional de ira y pedí que la mantuvieran en las mejores condiciones posibles. Estaba en shock. Solo quería regresar. 
Al minuto, quizá menos, recibí una nueva llamada del veterinario. La perra había muerto. Sin más. Nunca más vi a mi perra, ni su cuerpo. 
Levanté la cabeza y me quedé absorto en un detalle del cuadro que tenía frente a mi: Masks Confronting Death, un óleo de James Ensor. En ese cuadro hay una exquisita turbulencia. Muchas figuras pletóricas de color, máscaras suntuosas, gestos desatados y estridentes. Me quedé mirando el rostro de una muerte vestida de blanco, con sombrero rojo, y me pareció ver el orín de Ulises escurriendo por sus ojos. 
Me puse a llorar. Desconsoladamente. Busqué un lugar más discreto y me vi en la cafetería del museo. Allí me condujeron a una mesa, nada apartada del resto, y me dijeron que eran conscientes de que algo me había ocurrido. El responsable de la cafetería me habló y muy respetuosamente me sugirió ignorar cualquier etiqueta. Me dijo que cuando alguien se siente así tiene el derecho a dejarse ir, a llorar, a dolerse, incluso cuando esto puede incomodar a otros alrededor. 
Nunca les di la gracias. El dolor es egoísta. 
Desde entonces odio el cuadro y a su autor. 
Hoy hay una fotografía menos en mi ordenador.