Yo vuelvo muerto.
Querido hijo, yo ya vuelvo muerto.
He terminado por entender la enfermedad,
abrazándola,
y al tiempo, innegociable,
y he perdonando a los muertos,
y a los supervivientes,
y a los que no saben
si arden de juventud o están ya secos.
Hay que comprender que la muerte no es más
que la causa de una ausencia. Sin tristezas.
Vengo dado de la mano de la falta,
de la carencia, de la desesperanza y
con la garganta suave
puedo susurrar toda la belleza,
los recuerdos de una vida
y la serenidad del que ya sabe.
Porque yo ya lo sé.
No es malo volver ya muerto.
Uno vuelve envuelto en la certeza,
en la tranquilidad de quien no aturde
los días con excusas.
Uno ya se envuelve en el abrazo
de su padre muerto.
Muchos van, inertes, y no dicen el aire.
No hablan a quienes aman.
No reconocen a los que les esperan,
ni saben que sus nombres
ya son restos
con voz quebrada,
ya reflejo,
desde el agua bautismal,
o desde las manos, las caricias y las nanas,
desde la sed del pecado
desde la redención que nos duerme dentro.
Leo la vida en las fotografías,
en los pequeños objetos, los talismanes
y las cartas de amor,
en las postales, las tarjetas de felicitación,
y hasta en las esquelas y las lápidas.
Me cuentan también sus historias los que me preceden
y los que me seguirán,
desde sus retratos en las casas vacías y desde
sus camas de hospital, sus trincheras,
sus prótesis herrumbrosas,
desde sus miedos
mientras están lejos.
¿Por qué entonces lamentarse al regresar
hecho un cadáver convencido,
desbordantes las palabras justas, afiladas,
ciertas, sin preguntas huérfanas?
Yo ya no.
Yo vuelvo muerto, bajo una bandera,
acribillado a excusas disparadas a quemar piel.
Vuelvo en un sarcófago de metal transparente,
abrazado a tu nombre.
Querido hijo, yo ya vuelvo muerto.
No estés triste.
Vengo envuelto en certeza,
como tenía al mirarte
al instante de tu parto.
Mi mediocre incertidumbre,
mi latido discontinuo,
tiene vida,
todo,
gracias a ti.
(Álvaro Hernando, Chicago Express)
Woodstock, Illinois. 25 de noviembre de 2018. |