Julio (A Julio Hernández)
Dice un hombre bueno que en un día como hoy de hace 415 años nació Rembrand Harmenszoon van Rijn. Salve. La gruta de los tulipanes santos se hizo con todos los canales. Las llagas de los pies de los mendigos se resarcen del dolor en las aguas del Rapenburg. Los tiempos a veces se congelan y se confunden los pigmentos de los óleos con la sangre que se hace costra sobre la mugre del desconcierto. Así ocurre, mucho más lejos, que unos nombres que no han visto el dolor abofetean a un niño ensimismado y lanzan sus zapatos al río. Lo humillan. Como si no hubiera una noche fría que fuera a cubrir todo rincón, de toda alma. Cuando uno muere se enfrenta al hielo, es una verdad. El instante frío, inevitable. Cierto. Uno sabe si es −o si ha sido− un genio, o una buena persona, o un mercenario, o la daga o la raíz del tulipán. No hay engaño. Las manos se van quedando frías, llenas de cera sobre una piel hecha de hueso. Se nos pega a la memoria el olor de un recién nacido y el de su madre. La ternura como refugio y el impudor de nacer desnudo. Todo tiene sentido, en su justa medida. El cuerpo va muriéndose, restándole energía a los impulsos, a los detalles últimos. El cuerpo pide: una vez más, un recuerdo más; el agua fresca sobre la canícula de los labios, un sonido del mar; la música ahogándose en la marea o las nubes disolviendo un cielo en la noche; la vida, una vez más, recreada. La conciencia es estar vivo, en ese instante, sabiendo quién se es y quién se ha sido. Y las preguntas. En este azar, ¿aproveché la vida? ¿Merecí el instante? Una vez entre 628.733 casos se da un caso en que es probable no merecer la vida. Lo dicen los antropólogos. Pasa lo mismo al ver la Luna estallar el cielo. Los satélites son remisos a estallar por sí mismos y hay que hacerles ver que lo extraño en este mundo es mantener el orden y el sentido: entropía. Cientos de coches atraviesan los minutos en un pedazo de asfalto, frente a mi ventana, y todos gruñen, abusando del silencio, humillándolo. El silencio también se quiebra, como el tallo de un tulipán, cuando los hombres abofetean a un niño silencioso, junto al río. A la orilla del Danubio, en Budapest, hay unos zapatos de bronce, pequeños, grandes, de niño, de anciana, de padre, de hermana. Vacíos. Esperan. Marshall Sahlins y su ciencia han dejado Chicago para siempre, de manera inevitable. Se fue la pasada primavera. Escribió sobre el uso y abuso de la biología, sobre el hombre primitivo y la Luna en la que creían los ancestros. La antropología no le ha renovado la visa y ha tenido que marcharse. En ningún libro explica cómo se crea la melaza de la que liba el ser humano. Pero el hombre liba, la mujer liba. Sean santos o bastardos. Los bastardos tiran niños al río y ríos a los zapatos del niño, callado, y lo abofetean. Hay diablos menos estridentes. Por suerte, la vida de todo hombre tiene fin, incluso cuando reza. Al menos, en una ocasión, aunque sólo sea una, todos tenemos la oportunidad de conocer una verdad. Rembrandt, con sus manos, no cubre los matices de toda la maldad humana. En el puerto de Varna descansan las grúas y los estibadores bajan los brazos, descansando los ojos la luz del ocaso sobre el mar. Boltanski también se fue. Nos deja sus columnas, hechas de cabezas de bebé, y nos susurra persistente que la vida no imita al arte. La vida es una lengua de carnero expuesta en el escaparate de la chacina, uno no sabe si para invitar al hambre o para arrancárnosla de cuajo. La muerte nunca tiene el vientre yermo y la vida es una maniobra imprudente, en la que los estragos llegan igual por un sendero sosegado que levantando polvo por una carretera de tierra. Hay balidos menos estridentes que este frío. Un hambre roja nos arde en la garganta mientras el hombre primitivo agrede a un niño autista en Pontedeume. Somos extraordinarios. No tenemos mucho mayor sentido que el de nuestra propia bondad, o el de la imaginación. Dice Julio que la primavera árabe ha llegado a Cuba, que busque en los mapas de la Isla Desordenada las ruinas de Diyarbakir. Sobre las cenizas se reconstruirán los mitos y se enterrarán, profundos, los rostros, las banderas y los símbolos aniquilados por los medios de comunicación. Aunque, ya lo saben los recuerdos, todo lo que no está presente permanece. Como Rembrandt. Salve.
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