Biografía (actualizada 2019)

Álvaro Hernando (Madrid, España, 1971) es maestro y licenciado en Antropología Social y Cultural (especializado en lingüística evolutiva y en los fenómenos de lenguas en contacto). Colabora como periodista en diferentes medios y, principalmente, dedica su tiempo a la docencia. Cuenta entre sus publicaciones con los poemarios Mantras para Bailar (2016) y Ex-Clavo (2018), Chicago Express (2019). También ha sido invitado a participar en publicaciones colegiadas, como la que rinde homenaje a Federico García Lorca, Poetas de Tierra y Luna. Homenaje a Federico García Lorca: Reedición de Poeta en Nueva York (2018). Ha participado en varias publicaciones colectivas de cuento, entre las que destaca el volumen Cuentos @ (2019), de Editorial Magma, Lenguas en Tránsito. Ha publicado poemas, ensayos, artículos y relatos en diferentes revistas de España y Estados Unidos. En la actualidad es delegado para EEUU de la revista de literatura especializada en Poesía Crátera, así como colaborador en distintos medios especializados dedicados a la literatura y a la docencia. En el año 2018 recibe el Premio Poesía en Abril, otorgado por la organización del Festival Internacional de Poesía de Chicago, donde vivió por varios años formando parte de la comunidad de escritores en español del Medio Oeste norteamericano. En la actualidad vive en Madrid, donde trabaja como asesor para el Ministerio de Educación y Formación Profesional.

miércoles, 19 de diciembre de 2018

La casa roja

La casa roja      (A Belén Bermejo)

Soy una casa roja y rota. La decadencia desconchada en la fachada te invita a mantener tus ojos en mis grietas.
Soy en realidad así, una casa roja, rota, y pensaría que vacía, de no ser por todo el ruido roto y rojo que hago al morarme.
Soy una casa roja, rota y repleta de ecos metálicos.
Soy ese lugar que se entrega a la ruina y la mirada.


(Álvaro Hernando, en La isla desordenada)

jueves, 13 de diciembre de 2018

Insomne

Insomne

Ya no duermo.
Pienso en ti y en qué decirte.
Me cuento que todo esto es una esperanza, 
un dolor unido al hueso en hilvanado flojo.
Practico la mirada, con ojos cerrados, 
la cara de uno mirándose al espejo 
en una oscuridad más densa. 

No duermo. Todo desaparece con el dolor.
Cada contracción, cada espasmo
es una conversación a punto de acabar. 
Me esmero en certificar las diligencias 
que me exige el protocolo 
antes de enfrentarme a ese fragor 
en que se ha convertido nuestro cruce de miradas. 

Te miento y te revuelves contra mí. 
Pongo todo mi ejército en una sola línea 
dándote la espalda y preparando la defensa. 
Repaso el guion, voy a contarte. 
Repaso tu papel en la escena, 
y hasta el del apuntador. 
Repito las oraciones del final, 
pues no quiero olvidar el texto en mitad 
de nuestra charla. 

Tardas en atacar, pero cuando empiezas 
allá vas, con tu arma inesperada: 
apareces con café y me interrumpes con la taza, 
que tiene esa manía de tomar mis labios 
y embastarlos con la sangre negra que me regala 

una excusa para no llamar al insomnio por tu nombre.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Amor volátil

Amor volátil

Hay un billete afilado, clavado sobre el mueble seco, como el eco de un disparo de fogueo, humo veteado sobre la madera, a modo de ritual burdo, augurio de lluvia celeste.

Se inventa la luz un navaja vieja que corta un Cosmos de tiempo, que amasa la carne fláccida de madre, con manos sucias y en grieta. Hay mapas de horror y de agua, con la raíz en la sombra de un copo de nieve seca. Una caricia, un corte, una caricia, un corte.

Es la magia de un motel con la piel enhebrada en los dedos, tejiendo los rumbos del vello, señalándonos la órbita de las manchas en la piel, de un extraterrestre rumbo, incandescente viaje, de los que desmembran núcleos y devuelven a la infancia.

En la boca, nos rechina la esperanza y se seca un humo que nos preña los sentidos, sabor de saliva borracha, de pitillo compartido, de rosario profanado, humedecido. Una oración, tos de Dios y la gente, que no se siente el corazón, ni la cara, ni el vientre.

Estás en cada pulsación, como si fueras el eco de un retumbe propio, sonajero crepitante en una ducha de pared de corcho y suelo de timbal, tripa tensa de animal ya muerto.

Rimas de agua terminadas en silencio; se acaban tras tus gritos, con tu advertencia de que todo el universo estalla entre tus muslos, sin permiso ni remedio.

Me limpio. Te prometo amor por un tiempo.

Lucho por no desenhebrarme y busco más dinero en la billetera.

Mientras, te diluyes en éter, desclavas los cincuenta dólares y te cruzas con la órbita de otro cometa,
de otro nombre, de otra caricia, de otro deseo, de otra cartera.

Te dejé el dinero en la mesilla.

Sigo atento a la tarifa, al Cosmos, al gueto, al Holocausto, al cielo y al infierno. Y no recuerdo tu nombre, por más que lo intento.




(Álvaro Hernando, Chicago Express)

lunes, 3 de diciembre de 2018

Rastro negro


Rastro negro

Chicago flota.

Es madera y aire.

En la Ohio, huecorrelieve,
la mujer se incrustada en los comercios
de una calle que es toda zanjas
y martillos, polacos, sombras vacías
como un bruno interior acre. 
Y las aceras, obligadas a ir por la calle, 
sacadas de la misma roca
talladas por canteros negros.
El aire suena a música, a palabras ásperas
y rugosas, volátiles sinsentidos,
como cicatriz muda,
como averno susurrante.

En la calle State hay un antro,
un café de carámbano negro.
Es una postal empapada, 
es una promesa falsa
escrita con vaho en madera, 
una caricia sajada, una cuchilla en la lengua. 
Es una senda incorrecta,
un cruce inoportuno
de caminos y de encuentros.
A escondidas. Es de día,
los huérfanos van a la escuela
donde asentirán en silencio. 

La Milla es siembra de pobres 
argentados y sucios, de plata con alma de plástico;
del color de frío cielo.
Algunos sintecho se esparcen,
como orines en arena, por los subterráneos,
sin lamentos, como de paso por ellos. 
Nada que perder, sin quejidos, 
sin herencia, son olores sin rostro, música congelada,
abuelos sin nieto, y la lluvia les insulta
arrojándoles el reflejo sobre el cemento.

Muere el viajero en Chicago, 
con un dolor clandestino
o un miedo nieto de esclavos.
No hay Rosa para estos Vientos,
en los que el mapa es la duda curvada y terca
y el recuerdo está escrito en agua,
como un tallado invisible,
preñado de olor prestado.

Y uno cierra los ojos,
y ese olor le sabe a pinos
de algún parque que ya no existe.
Es una mentira dulce entre los charcos de aceite.
Es un acertijo nuevo llamado saudade homicida.
Es una madre borracha, enamorada del hijo,
besándole impúdicamente, pegajosa y descarada,
de boca infantil y perfecta,
con beso opaco y podrido
como fruta malgastada.
Es el interior de la tierra
que te llama, y tañe en ti desde dentro.

Porque la memoria es la tierra
a veces serpea la muerte
entre recuerdos borrosos
(esos viajeros lentos,
desconocidos ajenos,
envenenados de olvido).
Y nada suena en mi mente.
Sólo bebo.

Caminar esta ciudad es quebranto puro
es desvestirse del miedo,
es un tatuaje en la boca, una cicatriz en la espalda, 
un mirar hacia adelante con la frente en un muro de barro.
Es un infierno que gira,
Y todo ello siempre flotando,
cada átomo, cada universo,
es de madera y de aire.

Levedad. Camino eterno.

Todo da tierra y negro.


(Álvaro Hernando, en Chicago Express)

domingo, 2 de diciembre de 2018

El perro que le habla al cielo

El perro que le habla al cielo

Somos levedad de muchos dueños,
eso somos. 
Siena sobre arcilla
en el asfalto roto
ante una lluvia siempre amenazante

Somos perro de muchos dueños
atendiendo a tanto hueso,
a tanto palo, a tanto miedo,
cercenado el rabo y el norte de la brújula,
que llevamos el invierno en las pisadas. 

Espera uno el premio, la mirada aprobatoria
el gesto que abra la puerta y deje entrar el aire
de una luz que nos es tan hostil como seca.

Somos perro de muchos dueños con antojos
que no saben del amor con que uno le habla
a los orines de la calle. 

Somos ídolos ardiendo y ácido sobre cristal, 
agua derramada en fuego, un anciano esperando al tiempo. 

Somos levedad densa, alargada y poliforme, 
empeñada en darnos nombre:
un quejido ateo rezándole a un dios,
susurro entre plegarias de viento. 

(Álvaro Hernando, en Chicago Express)



Destinado

Destinado.

La vida me encerró en tu mundo
bajo llave y sentencia frágil
pendiente siempre de un gesto
magnánimo y negro
de bondad infinita,
absolviendo mi existencia
de una salvación tan Eterna
como Anodina.

Al abismo se entra bailando
dándole la mano a tu sombra.

Quisiera serte olvido
perder el reflejo
ser nada.


(Álvaro Hernando, en Chicago Express)

martes, 27 de noviembre de 2018

La embajada de Damastes.

La embajada de Damastes

Hoy han descuartizado a un hombre.
No era inocente,
pero tampoco culpable.

¿En qué pedazo han encontrado los verdugos
la venganza,
la redención,
la justicia,
o la sed saciada?

Hay hombres que son península de terror.

Ellos no descansan
y el mal es aleación sin brillo
con cada porción de su ser.

Damastes sigue vivo
y hoy descuartizó a Teseo.

El mal les hace inescrutables
al bisturí del taxidermista.

Todo ocurre en una ciudad
alejada de Chicago
en mi siglo
alejados de la mitología
y enterrados en una realidad cruel
donde el Minotauro pace imperturbable,
entre cadáveres vestales.

(Álvaro Hernando, en Chicago Express)



Para entonces

Para entonces

Miro en este calendario las anotaciones
del último mes, y parece
un tiempo feliz,
lleno de anécdotas y belleza.

Los motivos para celebrar son tantos,
que sólo cabe admitir que la tristeza
anida en mí, no en el pesaroso mundo
que me observa

con mis ojos
taciturnos.


(Álvaro Hernando, en Chicago Express)


lunes, 26 de noviembre de 2018

Desde el hospital Centegra

Desde el hospital Centegra

Yo vuelvo muerto.

Querido hijo, yo ya vuelvo muerto.
He terminado por entender la enfermedad,
abrazándola,
y al tiempo, innegociable,
y he perdonando a los muertos,
y a los supervivientes,
y a los que no saben
si arden de juventud o están ya secos.

Hay que comprender que la muerte no es más
que la causa de una ausencia. Sin tristezas.

Vengo dado de la mano de la falta,
de la carencia, de la desesperanza y
con la garganta suave
puedo susurrar toda la belleza,
los recuerdos de una vida
y la serenidad del que ya sabe.

Porque yo ya lo sé.
No es malo volver ya muerto.
Uno vuelve envuelto en la certeza,
en la tranquilidad de quien no aturde
los días con excusas.
Uno ya se envuelve en el abrazo
de su padre muerto.

Muchos van, inertes, y no dicen el aire.
No hablan a quienes aman.
No reconocen a los que les esperan,
ni saben que sus nombres
ya son restos
con voz quebrada,
ya reflejo,
desde el agua bautismal,
o desde las manos, las caricias y las nanas,
desde la sed del pecado
desde la redención que nos duerme dentro.

Leo la vida en las fotografías,
en los pequeños objetos, los talismanes
y las cartas de amor,
en las postales, las tarjetas de felicitación,
y hasta en las esquelas y las lápidas.
Me cuentan también sus historias los que me preceden
y los que me seguirán,
desde sus retratos en las casas vacías y desde
sus camas de hospital, sus trincheras,
sus prótesis herrumbrosas,
desde sus miedos
mientras están lejos.

¿Por qué entonces lamentarse al regresar
hecho un cadáver convencido,
desbordantes las palabras justas, afiladas,
ciertas, sin preguntas huérfanas?

Yo ya no.
Yo vuelvo muerto, bajo una bandera,
acribillado a excusas disparadas a quemar piel.
Vuelvo en un sarcófago de metal transparente,
abrazado a tu nombre.
Querido hijo, yo ya vuelvo muerto.
No estés triste.
Vengo envuelto en certeza,
como tenía al mirarte
al instante de tu parto.

Mi mediocre incertidumbre,
mi latido discontinuo,
tiene vida,
todo,
gracias a ti.


(Álvaro Hernando, Chicago Express)




Woodstock, Illinois. 25 de noviembre de 2018.

viernes, 23 de noviembre de 2018

El primer mito

El primer mito

Puedo escribir seis Biblias,
un Testamento Antiguo
y un Apocalipsis nuevo.

Eso no se dice,
eso no se toca,
eso no se hace,
eso no se come,
eso no se dobla,
eso no se vive,
eso no se tose.

Si me dejas el tiempo de convertir la tinta en aire
y aprendes a leer del blanco entre todo lo negro,
puedo darte los Nuevos Mandamientos:
eso no se guarda,
eso no se rompe,
eso no se salva,
eso no se aferra,
eso no se espera,
eso no se besa,
eso no se acaba,
eso no se mueve,
eso no reluce,
eso no se muere,
eso no renace.

(Álvaro Hernando, en Chicago Express)

Puro gris

Por puro gris

Por puro gris

No bebo de ti.
No te hablo.

No sirvo a un siervo.

Soy la muerte anticipada
de una esclavitud
por puro gris.

(Álvaro Hernando, en Chicago Express)

Un pecado

Un pecado

No toques, 
no pongas tus dedos en la piel oscura. 

Está prohibido. 

Eso es carne. 

Pega tus dólares a su brillantina, 
al tanga, a la zona más sucia y casi al sexo, 
al sudor meloso. 

Ella puede tocarte, no tú a ella. 
Eso es un límite quebrado, 
una libertad robada, 
un exceso sin paso, 

un pecado. 

(Álvaro Hernando, en Chicago Express)

Alcohol

Alcohol

Hay un cuerpo esculpido
con manos mudas,
atadas,
rígidas.

Hay mucha maravilla en las formas imperfectas
y, para toda interpelación,
una sola respuesta a tanta pregunta sagrada:
alcohol y muerte.

Sin sentido del beber,
sin sentido del deber,
sin aceptación:
alcohol y muerte.



(Álvaro Hernando, en Chicago Express)

Luces

Luces

Las luces son anuncio de la muerte,
de la oscuridad que esconden.

Los silencios anticipan al grito,
y la suciedad al agua pura.

Así funciona el nacer de una estrella,
dentro de un ojo que hoy es ciego,
pero mañana un color con forma de pregunta.

(Álvaro Hernando, en Chicago Express)

Ébano

Ébano

Mármol negro que me niega la marca inicial.

Cuando el cincel se acerca
lo hace con la vibración anticipada del martillo,
la mella que hollará el horizonte.

Nada se mueve cuando mi mano,
tajadera afilada,
se encuentra con su piel negra,
pura,
indestructible,
incapaz de amar.

Nada se mueve,
dejándose atravesar de amor
del que no marca.

(Álvaro Hernando, en Chicago Express)

Casa

Casa

Los poetas somos gente pobre.

En Wisconsin, las prostitutas nos pagan
el Malört.

Son las reglas de la casa.

Es néctar dentro del veneno
y del mismo Sol:
la muerte castrada,
desdentada,
femenina y canalla.

Compartimos todos la casa en ruinas.

(Álvaro Hernando, en Chicago Express)

La muerte, la cama.

La muerte, la cama.

Estuve un tiempo en trance,
en la cama de un hogar con olor a hospital
en el que los doctores caminan desnudos
y las luces no dejan ver el horizonte;
sumergido en pensamientos llenos de esdrújulas,
imposibles de unir en algún rumbo
unos con otros con sentido.

Me acosté junto a un cuerpo extraño.
Me abrazaba, me quería.
Su abrazo tibio me hablaba de amor,
de aceptación y de tiempo quieto.
Su voz, “¿Quién eres?”, “Soy tú.”
Yo preguntaba su nombre,
ella me calentaba la cama.

Me levanté a fumar un aire que me faltaba
y ardió
dentro de la cabeza de un alfiler
que se me clavó en un pulmón.
Volví a la cama.

Ella no estaba. Su calor sí.

Yo sabía que ella era la muerte
y que siempre estuve en ella: “Vuelve a la cama”.
Morir es cada día desde entonces.

(Álvaro Hernando, en Chicago Express)

Siete hombres

Siete hombres.

Hay siete hombres con las manos sucias de arena
sentados frente a La Luz
implorando que el milagro se haga dólar con sudor
y la mezcla se diluya en la mezcla.

Son cien hombres ahora,
rezándole a la madera de una barra,
cantando salmos dentro de un laberinto,
al borde de un acantilado,
sordos al romper del mar viejo,
disfrutando de la marea fuerte que ya no está.

Se aferran, todos, a la madera.
en un remar desacompasado.

Todos ven el lugar donde la quilla
se quiebra contra las rocas.

Todos mueren de espera en la búsqueda del cántico
que les lleve a la sirena.

Todos mueren de aburrimiento.

Es denigrante la muerte, cuando llega dólar a dólar,
mezcla de arena y esencias de recién nacido.

Hay siete hombre que limpian la arena de sus manos
en la piel de una mujer
que suda danza.


(Álvaro Hernando. En Chicago Express)

martes, 20 de noviembre de 2018

La reunión

La reunión




Kavafis,
              Karyotakis,
                                  el dolor
                                               y yo.



No conseguimos entendernos.





(Álvaro Hernando, en Chicago Express)





lunes, 19 de noviembre de 2018

Videopoema: Lágrimas en la lluvia. Un poema de Alfonso Brezmes.

All those moments will be lost in time
like tears in rain...”

Blade Runner


LÁGRIMAS EN LA LLUVIA


Dijo que no lo hacía tan mal, 
después de todo, que mi voz
tenía el timbre metálico y lejano
de aquellos teléfonos de antes, 
y que algo en mí le recordaba
vagamente al mundo de los vivos, 
como esas ciudades sumergidas
que nunca ha visto nadie,
y que en realidad sólo existen
en la memoria turbia de los ciegos. 


(Alfonso Brezmes)


martes, 13 de noviembre de 2018

Abandono

Abandono

Abandonar es un cálculo, una relación castrada entre probabilidades, generar un patrón de certeza más algebraico que comprensible.
¿Y qué si el universo nos presenta al abandono, desde el barro primigenio a la desconocida luz?
La aritmética de siempre se ha rendido al abandono, como lo hace un vestido azul a la puerta del sanatorio mental, como una inecuación cometida sin incógnitas, criminal y descarada.
No hay relatos épicos de abandono. Son de encuentro, normalmente, con la muerte.
El abandono se sale de todo estilo literario, de toda maldición, de una geometría sólida, para flotar en una pregunta líquida, sin posibilidad de disolverse.
La medida de esta densa reverberación es el tiempo que se tarda en dejar de echar en falta. Luego uno se deja al olvido, y ese es un abandono en el que  las cuentas cuadran.

Extravío

Extravío

Hay siempre un riesgo de perderse
en el reflejo mismo del mercurio, ante el espejo.
Justo donde uno sabe que está, no ahí dentro;
Uno se extravía en las pautas para no desorientarse,
en todo ritual de confirmación de la vida,
porque la identidad es saber reconocer
que uno no está en lo otro, en el otro.

¿Dónde se está?

No encontrarse es una suerte de proceso
de nacimiento en ciernes
o de muerte en vida.

A veces escarbo el suelo helado
porque sé que a un palmo bajo mis uñas
puedo encontrarme en lo que quise ser
muy apartado del camino que me dibujaron
en un mapa lleno de escalas cambiantes
y desproporcionados accidentes de un paisaje anodino
que no ayuda a desvanecerse
ni a encontrarse.



Álvaro Hernando

Derrota

Derrota.

Caminamos de la mano, con nuestro hijo, mostrándole que no todos los astros siguen existiendo, entre escombros de fachadas milenarias que pueden colapsar sobre nosotros.
Le mostramos qué es detrás, qué delante, qué antes y nunca después, cuándo agacharse y esquivar el péndulo afilado, cuándo agarrarse al clavo ardiente, cómo poner cara anónima, de desinterés e ingnorancia, como evitando el amor y, sin embargo, guardándolo en un pensamiento a punto de expresarse.

Le enseñamos cuándo precipitarse contra el cuello de la presa, cómo hundir los colmillos y hablar el lenguaje de la sangre, cómo ocultar el valor de nuestras víctimas, enterrándolas en el suelo helado del olvido. ¿Quién va a buscar en el extravío mismo?

Concentrados en la herencia de los pasos, trastabillamos, tropezamos y arrastramos al hijo en la caída. Es el apellido. Es la derrota.

Álvaro Hernando 

Tristeza

Tristeza

Reposar las manos en un vientre frío
componer una sinfonía de silencio sobre una página en blanco
en piel del árbol muerto,
y conformar una plabra nueva que explique el color negro
cuando todo alrededor es ruido de fuego
caricia de humo.

Empezar la frase por la condición,
enterrando a un palmo de la superficie
la constelación que rige las inecuaciones
que atan los sueños a los logros.

Da igual el resultado de la rima
pues siempre habrá que masticar sal.


Álvaro Hernando

lunes, 5 de noviembre de 2018

Vae victis: El cuento del poeta antropólogo.

El cuento del poeta antropólogo. 

Aquí la prostitution es delito y tienen muy claro cómo categorizar el negocio de la piel y el contacto para no tener que renunciar a ningún producto que pueda dar pasta.
Primero están las mujeres de pool, de barra. Atletas con cuerpos llenos de hebras, que te soban, quieras o no, a menos que digas que eres poeta, en cuyo caso te invitan a una copa y te dejan tranquilo. La gente, hombres puede que acompañados de sus novias o esposas, le coloca singles por todos lados: en la cinta del tanga, en las tetas o el culo, si la piel está mojada de sudor o de agua (suele haber una ducha en la zona de la barra). Si el hombre se coloca el billete en la oreja, la bailarina se lo retira mientras frota sus tetas contra la cara del palomo. Si lo hace una chica, la bailarina suele entretenerse más, porque sabe que por cada segundo invertido en sobar a una mujer le van a caer muchos más dólares de los salidos y excitados que la rodeamos. En jauría esperan que se les acerque. A cada uno le hará una cucamona. Si alguno le gusta especialmente, porque sea simpático, guapo o jovenzuelo, le girará la silla y convencerá para recostarse sobre la barra de madera que separa la zona sagrada de baile y la zona de los pardillos. Un par de dólares doblados sobre la nariz y la mujer baila abriéndose de piernas exageradamente, hasta quedarse en cuclillas, sacudiendo el culo y recogiendo, en una nastia, todo el dinero, como si fuera una planta carnívora haciéndose con la mosca de la que se nutrirá por meses. Después suele oírse algún comentario zafio entre risotadas explosivas, como “huele a gambas”, o “mi nariz está chorreando ahora”. Todos corean y la bailarina recoge los pavos sueltos por el suelo mientras la voz del tipo que parte caras anuncia que la belleza termina su espectáculo. Hay un momento aún más denigrante que la risa del borracho. Es cuando se juntan la bailarina que entra al nuevo número y la que gatea azorada por la pista, recogiendo la pasta arrugada que los salidos o borrachos hemos ido lanzándole. Una se centra en recoger la pasta a toda velocidad, afanada en atraparla antes de que salga volando, mientras que la otra mantiene una mirada perdida hueca en los ratoncitos-lobo que la rodean. Hay toda una liturgia que traza la respuesta de la bailarina, dependiendo del número de billetes que el cliente muestra o dónde se los coloque. Uno tiene la sensación de que ha hecho algo travieso al salir de uno de estos antros. Como si hubiera participado en una broma de mal gusto de la que se sale impune. 
Luego están las bailarinas exóticas. Si les gustas te sonríen. No se las puede tocar ni se les da pasta por contacto. Es raro ver alguna mujer entre la clientela. Bailar es un acto estético. Salomé y Dalila están en cada una de ellas. La gente no les tira pasta, pero les invita a copas de las que se sacan un porcentaje, o, lo que más pasta da, bailan en privado para uno o varios clientes. Que haya servicio sexual ya depende de cada quien, pero lo que sí es seguro es que aquí el cliente huele de cerca el perfume de la mujer. Si te fijas en los clientes, ves menos feria, más seriedad, más falta de esperanza. La travesura se ha convertido en una dominación más clara. Pero, ¿quién domina a quién? Me lo pregunto porque los clientes clavan la mirada lasciva y severa en los cuerpos, más atléticos que en el caso de las pool-dancers, como evaluando si la mujer ha alcanzado el objetivo de excitarles o no. Cuando se cansan es normal ver gestos mudos de desprecio, aunque sea en la mirada. Las bailarinas exóticas son más bellas, menos públicas, más altivas que las otras. Es curioso, porque a mí me pareció que con estas se follaba más. Un amigo americano me comentaba que así era, que era lógico, que allí había más dinero. Para las bailarinas de barra quedaban las mamadas en el aparcamiento. 

Por último están las putas, las scorts, las acompañantes que se mezclan en el ambiente del brazo de algún forrado o guapo. Son discretas y altivas. Saben que allí no van a hacer nada. El sexo es en hoteles o antros con más intimidad. A veces juegan a “cazar” a alguna bailarina en los privados. Una exótica me dijo que tenía que escribir un poema con la historia de su amiga Marby. La habían despedido por bailar en un privado mientras una puta se la chupaba a un cliente casado. Cruzó la línea. Eso no sólo era negocio: era pecado. Del pecado no dejan que se haga dinero. 

miércoles, 31 de octubre de 2018

Minotauro




Minotauro




Hoy huele a pelo de animal en esta cueva oscura,
huele a hybris y a velas negras.

Escribo los versos del Minotauro
rasgados a ciegas, arañados,
bajo el musgo húmedo del laberinto.

Los pronuncio y en ellos oculto mi amor y mi sombra.

Camino, despojado de un lugar iluminado, 
por el tiempo en donde guardar mi historia
y apagar mi permanencia en tu olvido.

Anudo con violencia las hebras de nuestro hilo de memoria,
desflecadas por rocas angulosas, cuyos cortes cantan
y me recuerdan

que hoy esta gruta queda desnuda sin los golpes de Teseo.



(Minotauro, en Ex-Clavo, Álvaro Hernando, 2016)



Minotauro quiere cantar, con la brisa en la testuz
y el hogar es un ex-clave, territorio alejado del encierro
circundado de tiempo y frío.


Soy el Minotauro huyendo de los golpes
de los sacrificados y de los laberintos
vacíos.


miércoles, 29 de agosto de 2018

Versos en un paso de cebra

Versos en un paso de cebra, confesado por Álvaro Hernando

Hace poco, unos días, mi editora me enviaba un enlace para participar con mis versos en esa lotería cuya pedrea va a tocar en todos los pasos de cebra de Madrid. Le di un par de vueltas al tema y, aunque inicialmente rechacé la propuesta, al poco de parpadear mi ego me convenció de lo contrario.
Abrí la aplicación en cuestión y copié un par de versos o tres. Traté de enviarlos y dio error. Demasiados caracteres. A la belleza también le ponen límites y este era un caso. Había espacio para unos 80 signos.  Mi cerebro hizo cuentas y comenzó el trabajo de poda. Cada verso iba perdiendo una palabra allí, ganando una sustitución allá, siempre tratando de conservar la imagen, la idea original, reduciendo el continente, pero no el contenido. Imposible, lógicamente. Soy mal escritor. La brevedad no es lo mío.
Acabé enviando dos o tres propuestas sin pies ni cabeza.
Me fui a la cama, satisfecho, convencido de que, con la que está cayendo en el panorama poético contemporáneo, mis versos, rotos, castrados, incompletos, pasarían desapercibidos y acabarían por ser incluidos en uno de los pasos de cebra del Paseo de Recoletos o, por lo menos, de la calle Alcalá.
A media noche tuve un sueño del que me he despertado muy azorado.
Uno de mis versos rotos estaba escrito en el paso de peatones de la Plaza del Doctor Marañón, justo en el carril bus, junto a la parada del 27 y frente al metro. Ya sabéis lo que esto significa. ¡Por fin alguien me leería! Entre los atascos y los retrasos, audiencia asegurada.
El caso es que en el sueño aparecía un amigo mío, calvo y, en la vida real, con poca vista para la poesía (para la lectura en general).
Como por arte de magia, la poesía era, en el sueño, una de sus pasiones. Se mostraba como un erudito en la materia. Lo era. En fin, al sueño: en mitad de una espera prolongada mi amigo saltaba al paso de peatones, leyendo y comentando a voz en grito las virtudes y defectos de mis versos. Sin llegar a decir mi nombre, iba describiendo con lengua afilada todas las pocas fortalezas y las muchas debilidades de la composición, ganando adeptos entre quienes abarrotaban la parada el rechazo a la inclusión de mis palabras en la iniciativa de Carmena. Yo, preocupado por si salía mi nombre en aquel análisis lleno de rigor y honestidad, daba un paso atrás, amilanado y temeroso, esperando las miradas reprobatorias de los presentes en cuanto se supiera quién era el autor.
Cuando más vergüenza sentía, con sensación de no poder escapar, con mi amigo pronunciando mi nombre ya por la mitad, o sea, con el agua al cuello, un autocar turístico de dos plantas, lleno de japoneses, pasaba más deprisa y cerca de lo normal junto a la parada, embistiendo a mi querido alopécico, dejándole maltrecho, medio aplastado y aún vivo, sobre el listón blanco que formaba el tablero en el que mis versos estaban escritos. La imagen de la sangre cubriendo la palabra "carmesí", tercera de mi trova, me pareció sublime. Una metáfora sobre una metáfora. Un puñado de tierra lorquiano sobre una poesía de cuneta. Una genialidad.
Lo malo de los sueños es que uno no controla todos sus giros. Mi amigo, moribundo, levantaba su dedo acusador contra mí, como si yo fuera el conductor del autobús. Estaba seguro de que, antes de exhalar su último aliento, se chivaría de que el autor de aquella patraña era yo. No me pregunten cómo, pues los mecanismos internos de la conciencia y del sueño son para mí un misterio, pero en aquel momento el dichoso autobús daba marcha atrás, atrapando de nuevo su cuerpo, esta vez por la cabeza, contra el paso de peatones. El autobús se detuvo dejando la puerta delantera frente a mi micropoema. Esta se abrió asomándose el conductor, quien, en un japonés natural, diría que nativo, recitaba mis versos, tal y como yo los había parido, sin el mínimo menoscabo en su belleza. Aquellos versos castrados, rotos, incompletos, dichos en japonés constituían un haiku perfecto. Los flashes de los turistas se disparaban mientras yo, más por pudor que otra cosa, me hacía el distraído a la que pateaba el cadáver de mi amigo, empujándolo bajo el autobús con el fin de ocultarlo y que así no afeara las fotos.
Llevo dos noches preguntándome si mi poema era bueno o no. No lo recuerdo. Sólo sé que la tercera palabra era "carmesí".
Me pregunto qué será del poeta que, es cuestión de tiempo, tenga que soportar sobre sus versos el primer atropello.

Dedicado a Tulia Guisado

domingo, 26 de agosto de 2018

Velatorio

Velatorio

¿Uno a quién vela a solas,
apartado de la casa,
de la lumbre,
de la vela,
del cadáver?

¿Por quién regala una vigilia
apartado del tiempo muerto,
del amigo consumido,
de la conversación hueca?

¿A qué espera uno cuando amanece?

¿Espera a saber la ausencia?

¿Espera a quien le espere?

martes, 21 de agosto de 2018

domingo, 29 de julio de 2018

Acta est fabula, plaudite!

Acta est fabula, plaudite!

Ahora, que reposo entre enemigos
ahora, que la felicidad toca el fuego
ahora, que no hay sangre en la boca de una virgen,
ni monedas de cobre sobre tus ojos,
con todo perdido, claveles en los costados,
y en el pecho,
te pregunto:
¿Qué queda de tu cuerpo y de la hybris?
¿Por qué hay olor a sexo en tu mentira?
¿Para qué te sirvió tu desprecio?

No hay pérdida en la muerte.
Sólo un quejido roto de un niño ya ciego.

Descanso, ahora, y paso
de ser Polifemo a Nadie,
y el tiempo atrapa en su huida al único culpable
al corrupto, al héroe, al santo,
al demonio, al insalvable.

Y cae la máscara, seca,
de un yeso amarillo y muerto.

Todos nos desnudamos a la muerte
cada noche
cuando el público nos juzga
desde el interior del pecho.

Cierra los ojos y duerme
tu función ha terminado.

¡Aplausos!

viernes, 27 de julio de 2018

Euthanasia

Euthanasia

Desbrozar el tronco seco
para que parezca vivo,
matar la hiedra
y llamarlo piedad.

Hay que recrear lo cierto,
pensar vivo lo muerto.
Que parezca original.

(Álvaro Hernando, en Chicago Express)

viernes, 6 de julio de 2018

Estar quieta

Estar quieta


Amo mi estar quieta
cuando el suelo se rasga y esa tela
delicadamente recia se hace barro
seco y nos traga.

Estar inmóvil cuando me gritas
esculpiéndome un aire irrespirable
con formas cortantes y agudas.

Cuando retumba el suelo bajo tu pie
y mi puerta bajo tu mano,
ahí me quiero, sin oscilar.
Amo mi vibración invisible y que nada se mueva.
Cuando escribes con sangre que soy
yo la que está rota, dejando renglones carmesí,
ideogramas orientales, empapando con nuestra
historia la pared.

Amo mi cuerpo inmóvil, sosegado,
puesto quieto por todos los ecos de la palabra
puta 
que tu cincel trata de hoyarme en mármol rosa
y fecundarme dentro con esa semilla inerte.
Ahí amo, por encima de todo, mi estar quieta.
Amo mi no huir, ni tras, ni por ti.

Cuando la adorada rabia
que guardas entre tus uñas,
en los nudillos, me aúlla corre,
quedo muda sobre mis rodillas,
con la luz rasgada por un hilo púrpura
que parte en dos hemisferios perfectos mi pupila.
          Al Norte, volarse quieta.
          Al Sur, caerse quieta.

Amo mi estar quieta, entonces,
cuando anda quebrado el pavimento,
descosidos los pies de los zapatos,
sin quedar espacio a la sombra
entre suelo negro y pie mudo.

Cuando nací no sabía que mi mano iba a trazar
el aire despistado entre los pasos y las calles,
atrapando ahí lo bello que me abruma
escritura de sonido mudo sobre piel blanca.

Disculpa que ame mi estar quieta,
renunciándote en tu abismo,
en el que nada reposa
salvo una sentencia cobarde.

Empieza el movimiento cuando tú me quieres quieta.
Por lo demás, elijo el impulso entumecido
y el fervor sólido de una roca sin edad.
Pero si tú me dices ¡quieta!
yo surco el tiempo que no cambia.

El mundo quieto es no escribir.
Tu mano abre, quieta.
Tu boca entra, quieta.
Tu olor estalla, quieta.
El mundo quieto es no leer ni los recuerdos.

Tuve miedo de las cosas quietas.
Todo nos debe una vibración leve
movimiento, aunque sea imperceptible
lleno de color cambiante y sinuoso.

El miedo es algo quieto
que te invita a ser miedo de uno mismo.

estar quieta
tras el grito
por el aire
frente al tiempo

vigilante
no hacer ruido

porque
nada
permanece quieto.


(Poema ganador del Premio Poesía en Abril, del Festival Internacional de Poesía de Chicago 2018. En Chicago Express)





martes, 17 de abril de 2018

Metafísica

Metafísica

Estamos hechos de dos metales, uno que siempre está fundido y otro que no aparece.
Con tan sólida estructura devoramos el universo, empezando por sus razones más secretas.

(Álvaro Hernando, en Geografía del alma)


Artwork by Jean Dubuffet - Le Métafisyx, 1950
Óleo: 3 ft 10 in x 2 ft 11 in
En el Museo Nacional de Arte Moderno de París.

(Álvaro Hernando, en Geografía del alma)

Artwork by Jean Dubuffet - Le Métafisyx, 1950
Óleo: 3 ft 10 in x 2 ft 11 in
En el Museo Nacional de Arte Moderno de París

sábado, 31 de marzo de 2018

Chicago Express (English and Spanish version, trans. Miguel López Lemus)







Chicago Express


Everything here is fast and ephemeral, in this Michigan Avenue that empties like it fills by thousands of ants-person-cannibals. This street is a dry branch without roots. Any day the wind could take it. Each time an ant falls, another takes its place in the row, and another picks up his exquisite corpse and all know that dinner is already assured, on the sidewalk, or the asphalt. Sometimes I become a branch, an avenue, and they climb my legs, trunk up and I, who do have them, hold on to my roots so as not to be engulfed in that wild marabunta, nor the wind. At rush hour they drown everything like a rapid and disappear in the canyons of the city in an anonymous torrent, towards the metro from the middle of the afternoon. They all dissipate. The city bus is a smelly ray, it should be a root made of noise, but more than underground it goes through the air and rips the sound of the street halfway up. It takes away one's tranquility, like sewing a scar from bawdy to old wound, in white and stoic grays and blacks, leaving your face to watch old TV without colors; It always smells like rancid urine. there is a lot of tattoo in the Loop’s air, drunken with, accelerated, street music, a needle tearing the skin of the one who walks, making grooves the color of the blues, sounds that are lost suddenly, light in the mirror cloud and the Lakeshore. It's a seed waiting for rain, that sticks and does not germinate, as if inside a shoe. There are also cars, abashed cars, with cracks that age fast under the salt’s attack and rust; snarling at each curve at each obstruction, agonizing. The same with beggars. It is a vertiginous act to get into a taxi full of holes, with a frozen lake as a background and a couple of homeless in the parking lot, that will not survive: there is no bright death at the paused speed of winter in the city of onions. Jack-in-the-pulpits grow at a fingers’ snap and with them their prayers in the air, aromatic prayers, announcing the heat and the yellow boats, that tread the eyes by the river gazing the skyline, and the heat, and their evil mosquitoes, who count by palms their perverse ravings. These flowers are the hurried cathedral of Chicago, reflecting a sun split in colors, inside each one of his blessed parishioners and its temporary pilgrims. There are hundreds of fangs piercing the Chicago sky at the speed of the sun coming out or of the night light by a man busied in a return as one who knows that time is all the same and only counts what one can last, even when it lasts, specifically, the time it takes the aroma of coffee to dissipate vanishing in the frozen atmosphere. Here the word is a cry, there are no whispers, all at double tempo. In this accelerating place, Spanish and English have fornicated in silent dialogue as if embraced in a hurry and have given birth to a beautiful cousin of a chilango. It shines, and it goes quite fast. Everything is so sudden in Chicago that is made into an unfinished memory It is life express.

(Traducción de Miguel López Lemus)





Chicago Express


Todo aquí es rápido y efímero,
en esta avenida Michigan
que se vacía igual que llena
por miles de hormigas-persona-caníbal.
Esta calle es una rama seca y sin raíz.
Cualquier día se la lleva el viento.
Cada vez que una hormiga cae, otra
ocupa su lugar en la fila, y otra
recoge su cadáver exquisito y todos
saben que ya tiene la cena asegurada,
sobre la acera, o el asfalto.
A veces me hago rama, avenida,
y se me suben por las piernas, tronco arriba
y yo, que sí tengo,
me agarro a mis raíces para no ser engullido
en esa marabunta salvaje, ni por el viento.
A la hora punta lo anegan todo como un rabión
y desaparecen por los sumideros de la city
en un torrente anónimo, hacia el metro
de la mitad de la tarde.
Todos se disipan.

El suburbano es un rayo maloliente,
debería ser una raíz hecha de ruido,
pero más que bajo tierra va por el aire
y rasga el sonido de la calle a media altura.
Le amputa a uno la tranquilidad,
como cosiéndole una cicatriz de barahúnda a herida vieja,
en un blanco y un gris y un negro estoicos,
dejándote cara de ver la tele antigua
sin colores; siempre huele a orín viejo.

Tiene mucho de tatuaje el aire en el Loop,
embriagado de música callejera, acelerada,
una aguja rasgando la piel del que camina,
haciendo surcos de los colores del blues,
sonidos que se pierden súbitos,
luz en la nube de espejo y en el Lakeshore.
Es una semilla a la espera de lluvia,
que se clava y no germina,
como dentro de un zapato.

También hay coches, carros azorados, con grietas
que envejecen rápido bajo el ataque de la sal
y el óxido; gruñendo en cada curva
en cada atasco, agonizando.
Igual con los mendigos.
Es un acto vertiginoso subir a un taxi
lleno de agujeros, con un lago helado de fondo
y un par de homeless en el parqueadero,
que no sobrevivirán:
no hay muerte rutilante
a la velocidad pasmada del invierno
en la ciudad de las cebollas.

Las Jack-in-the-Pulpit crecen en un chasquear dedos
y con ellas sus rezos en el aire, plegarias aromáticas,
anunciando el calor y los barquitos amarillos,
que cosen por el río las miradas al skyline,
y al calor, y a sus perversos mosquitos,
que cuentan por palmadas sus desvaríos fulgurantes.
Estas flores son la catedral apresurada de Chicago,
reflejando un sol partido en colores,
en el interior de cada uno
de sus beatos feligreses
y de sus temporales peregrinos.

Hay cientos de colmillos clavándose en el cielo de Chicago
a la velocidad del sol saliendo
o de la noche iluminada por un hombre afanado en un regreso
como quien sabe que da lo mismo el tiempo
y solo cuenta lo que uno dura,
aunque dure, de manera expresa,
lo que tarda en disiparse el aroma de un café
esfumándose en la atmósfera congelada.

Aquí la palabra es un grito, no hay susurros,
todo a doble tempo.
En este lugar acelerante el español y el inglés
han fornicado en diálogo silencioso
como abrazados a toda prisa
y han parido un primo bello del chilango.
Brilla y va muy rápido.

Todo es tan súbito en Chicago
que se hace recuerdo inacabado

es la vida express.


(por Álvaro Hernando, en Chicago Express)

miércoles, 28 de marzo de 2018

Noticia sobre Miguel Hernández (1939): Ojalá pudiéramos ser los poetas tan terribles.

Su vida completa, desde su niñez campesina de Orihuela hasta su fallecimiento, desprende como el mar o como el río nubes para las lluvias del hombre, sudario para ocultar su muerte. Ningún poeta como él tan rodeado de exaltación, fomentada desde su prodigiosa niñez, allá en su pueblo, por el entusiasmo de su viejo amigo, un canónigo, el que le diera sus primeras lecturas (Calderón, Cervantes, Lope), el que recibiera sus primeros versos.
En Orihuela se le murió otro amigo, Ramón Sijé; con él publicó una revista católica El Gallo Crisis, impopular y culta; amigo que le dejó al morir su obra, larga, ambiciosa, repetidora de Zubiri, de Ortega, de Bergamín, de Ors. Con aquellos manuscritos, por fidelidad amistosa, vino a mi imprenta, pero yo preferí publicarle sus versos El rayo que no cesa, colección de sonetos admirables. En Madrid trabajaba con José María de Cossío en una Enciclopedia del toreo que iba a publicar Espasa-Calpe. Su oficina estaba cerca de mi casa, y al terminar su trabajo venía a veme , entrando por la ventana abierta; tenía facilidad para subirse a los árboles, cosa que hacía cuando paseábamos por alguna alameda.
Giménez Caballero le publicó en La Gaceta Literaria sus primeros versos, y Bergamín, en Cruz y Raya, su auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve. También colaboró en varios números de la Revista de Occidente. No es cierto, pues, que fuera un poeta desconocido antes de la guerra, sino, por el contrario, a pesar de su juventud, ya había pasado por diferentes modos de sentir y pensar. Los poetas que Miguel Hernández más quería y admiraba eran Pablo Neruda y Vicente Aleixandre.
Dije antes que vivía rodeado de exaltación. Era llama de amor viva. Su fuego, su esperanza, su heroísmo, crecieron con la guerra. Fue valiente y apasionado hasta perder la memoria. Su muerte es la mayor cobardia de esta guerra. Ojalá pudiéramos ser los poetas tan terribles.

(Escrito por Manuel Altolaguirre, fragmento parte de El caballo griego. Reflexiones y recuerdos, 1927-1958, en la edición de Voces Críticas,)

viernes, 9 de marzo de 2018

y nadie sana dentro del fuego

no sabe el agua sucia dar reflejo,
y nadie sana dentro del fuego.

Con mis dos manos no puedo contar el mundo

domingo, 14 de enero de 2018

Sanar al padre

Sanar al padre

He sanado las heridas de los pies de mi padre.
No las he curado, pero las he sanado.
Hemos hecho juntos el camino largo
de la estación al crematorio.
Sus piernas temblaban, como llamaradas heladas al viento,
y cada paso le devolvía un recuerdo.

He sido su báculo y su valor,
su testigo, sus lágrimas y su miedo.
No han curado sus llagas y roces sangrantes
y sus pies mostraban lenguas húmedas de carnero.
Hoy, entre el tren y el horno,
he sanado las heridas de los pies de mi padre.

Todas ellas le quedaron, como la culpa se le enhebra al superviviente.

Tantos poetas se perdieron tras esos pasos,
tanta belleza, tanto dolor.
Para cuando nos vuelva la memoria
en lo más oscuro del sinsentido,
habremos ya comprendido que lo olvidado
es un eco de pasos atrapados entre la voz del hombre malo,
la estación, y lo que acaba siendo lecho de fuego y ceniza fina.

Y, mientras, Kostas Karyotakis le ha dicho a una bala
que para él hoy sería su firmamento,
y se ha marchitado sin voz, por la sequedad del sonido,
amputándole al camino cualquier herida eterna.

(Sanar al padre, en La Herida Eterna)

jueves, 11 de enero de 2018

Biografía











Con estas magníficas fotos de Óscar París se me ha venido la Biografía encima.



Biografía

Las primeras ausencias llegan como pasos sobre hielo.
Uno es niño y sabe que ha muerto su vecino,
el amigo de su padre, la mujer del hombre de la panadería,
y lo vive con la ilusión del superviviente,
del estudiante que no ha sido elegido ese día para cantar la lección,
del que sigue en pie cuando otros han caído.
Los primeros años nos afanamos en ser el primero de la fila,
el destacado, el que brillaba, el mejor de los que imitan.
Un tiempo bello, alejado de la luz primera,
lleno de reflejos, necedades y preguntas.
Los maestros y los niños malos nos enseñaban
cómo el mundo se mueve y cruje.
¡Cuánta curiosidad desbocada!
Las ausencias se desecaban y perdían el sonido
con el que nos golpeaban, débiles, las piernas
desnudas, al correr entre el pastizal de hierba fresca.
Los mendigos viejos no tenían nombre,
ni otro lugar diferente al banco helado.
Biografía

Nadie sabe lo que es el frío si no ha visto
a un pordiosero borracho en aquel banco.
Pero tiene que ser uno niño, de los que quieren
buscarle abrigo a todos, para que le sangre el desgraciado,
como en hielo, por dentro, el recuerdo del anciano.
Aquellos, todos los viejos, ahí permanecían.
Ahí quedaban, los perdidos, lo perdido,
como semilla adormecida, ocupando un lugar
del que arrancaría los recuerdos más negros
el tiempo con su raíz envenenada.
Entonces uno descubre la sombra del crucifijo
en la pared de la iglesia, y las mil velas que piden por alguien,
las viejas que pagan dinero por el fuego del perdón,
y los malvados que seducen almas,
y vuelve todo a ser aprender. Y de nuevo aparece la ausencia,
y uno no quiere mirar la cara de Alejandro,
el del 7, porque no quiere que sus ojos queden atados
por la muerte a la palabra padre.
No quiere saber qué hacía el viejo en aquél cerro, sobre la roca,
junto al puente alto, con su sombrero y su cigarro.
Ni por qué la sangre, ni por qué tan de noche,
ni tan lejos de su cama, ni tan lejos de la vida.
En la iglesia nadie habla del padre muerto de Alejandro,
como si nunca hubiera habido padre, ni cigarro,
ni sombrero, ni puente, ni roca.
No quiere uno pensar en la muerte porque la sabe cierta
y generosa. Baja la mirada ante Alejandro y sigue
a paso rápido. No quiere chocar con esa piedra,
diciéndose que a él no le alcanzarán, no aún, esas ausencias.
Pero ahí están ya, echando raíces. Y uno no lo sabe,
y cree que está callado, pero se rebela. Y busca la sangre,
que llega calmándonos la sed de mundo y de la piedra
del puente, y el sombrero de ala ancha y el cigarro.
Todo se hace piel, y contra ella uno choca y se hace herida,
y callo y luego huella. Ahí nos escribimos tatuajes en la espalda,
con el nombre del sexo y del placer, y de la primera hembra,
para que no quede nada en la nada, porque ya se  conoce la pérdida.
Ella mira por el cristal de la cafetería, sonriendo, esperanzada
y él entra para penetrarla, hacerse hombre, usar sombrero,
fumar, ser reflejo de nubes, sombra de nombre,
gato desenfocado y reflejo de noche,
saltar el puente, besar la roca.
Queda en grises y negros, perdido el color del niño
en cada calle, marcada la silueta, estrecha, afilada,
cicatriz en los ojos de otros, caminando por callejones
y durmiendo en colchones de hotel, en cuyo techo bailan
duendes negros haciéndose ver árboles, moviéndose sus dedos sarmientos al viento.
Se cierran los ojos y aparece la niebla,
otra ausencia: ya no hay mar, no hay luz, ni tiempo,
ni fuerza. Ahí ya se sabe lo que es el olvido,
y uno no quiere. No. No quiere que le toque el olvido,
cantar la lección estéril,
sobrevivir a un hijo, ser el vecino del 7.
Empezamos a hacer listas: los amigos viejos vivos,
los amores, los nombres de nuestros hijos,
los libros que se han leído, todas las noches de sexo.
Y los días, los amantes, los fracasos, y las canciones de Bowie,
las horas robadas al sueño, los mil rituales obsesivos
para matar a los monstruos del miedo.
El espejo empieza a escucharnos con desprecio y al fin uno se hace ausencia
entre niños armados, entre yonquis pinchándose en tubos,
entre chabolas de oro y lino. Sólo quedan las manos viejas,
y vacías, y no quedan niños malos, ni maestros, que nos enseñen el resto.


(Álvaro Hernando, en La Herida Eterna)























































































































Biografía

Las primeras ausencias llegan como pasos sobre hielo.
Uno es niño y sabe que ha muerto su vecino,
el amigo de su padre, la mujer del hombre de la panadería,
y lo vive con la ilusión del superviviente,
del estudiante que no ha sido elegido ese día para cantar la lección,
del que sigue en pie cuando otros han caído.
Los primeros años nos afanamos en ser el primero de la fila,
el destacado, el que brillaba, el mejor de los que imitan.
Un tiempo bello, alejado de la luz primera,
lleno de reflejos, necedades y preguntas.
Los maestros y los niños malos nos enseñaban
cómo el mundo se mueve y cruje.
¡Cuánta curiosidad desbocada!
Las ausencias se desecaban y perdían el sonido
con el que nos golpeaban, débiles, las piernas
desnudas, al correr entre el pastizal de hierba fresca.
Los mendigos viejos no tenían nombre,
ni otro lugar diferente al banco helado.
Biografía

Nadie sabe lo que es el frío si no ha visto
a un pordiosero borracho en aquel banco.
Pero tiene que ser uno niño, de los que quieren
buscarle abrigo a todos, para que le sangre el desgraciado,
como en hielo, por dentro, el recuerdo del anciano.
Aquellos, todos los viejos, ahí permanecían.
Ahí quedaban, los perdidos, lo perdido,
como semilla adormecida, ocupando un lugar
del que arrancaría los recuerdos más negros
el tiempo con su raíz envenenada.
Entonces uno descubre la sombra del crucifijo
en la pared de la iglesia, y las mil velas que piden por alguien,
las viejas que pagan dinero por el fuego del perdón,
y los malvados que seducen almas,
y vuelve todo a ser aprender. Y de nuevo aparece la ausencia,
y uno no quiere mirar la cara de Alejandro,
el del 7, porque no quiere que sus ojos queden atados
por la muerte a la palabra padre.
No quiere saber qué hacía el viejo en aquél cerro, sobre la roca,
junto al puente alto, con su sombrero y su cigarro.
Ni por qué la sangre, ni por qué tan de noche,
ni tan lejos de su cama, ni tan lejos de la vida.
En la iglesia nadie habla del padre muerto de Alejandro,
como si nunca hubiera habido padre, ni cigarro,
ni sombrero, ni puente, ni roca.
No quiere uno pensar en la muerte porque la sabe cierta
y generosa. Baja la mirada ante Alejandro y sigue
a paso rápido. No quiere chocar con esa piedra,
diciéndose que a él no le alcanzarán, no aún, esas ausencias.
Pero ahí están ya, echando raíces. Y uno no lo sabe,
y cree que está callado, pero se rebela. Y busca la sangre,
que llega calmándonos la sed de mundo y de la piedra
del puente, y el sombrero de ala ancha y el cigarro.
Todo se hace piel, y contra ella uno choca y se hace herida,
y callo y luego huella. Ahí nos escribimos tatuajes en la espalda,
con el nombre del sexo y del placer, y de la primera hembra,
para que no quede nada en la nada, porque ya se  conoce la pérdida.
Ella mira por el cristal de la cafetería, sonriendo, esperanzada
y él entra para penetrarla, hacerse hombre, usar sombrero,
fumar, ser reflejo de nubes, sombra de nombre,
gato desenfocado y reflejo de noche,
saltar el puente, besar la roca.
Queda en grises y negros, perdido el color del niño
en cada calle, marcada la silueta, estrecha, afilada,
cicatriz en los ojos de otros, caminando por callejones
y durmiendo en colchones de hotel, en cuyo techo bailan
duendes negros haciéndose ver árboles, moviéndose sus dedos sarmientos al viento.
Se cierran los ojos y aparece la niebla,
otra ausencia: ya no hay mar, no hay luz, ni tiempo,
ni fuerza. Ahí ya se sabe lo que es el olvido,
y uno no quiere. No. No quiere que le toque el olvido,
cantar la lección estéril,
sobrevivir a un hijo, ser el vecino del 7.
Empezamos a hacer listas: los amigos viejos vivos,
los amores, los nombres de nuestros hijos,
los libros que se han leído, todas las noches de sexo.
Y los días, los amantes, los fracasos, y las canciones de Bowie,
las horas robadas al sueño, los mil rituales obsesivos
para matar a los monstruos del miedo.
El espejo empieza a escucharnos con desprecio y al fin uno se hace ausencia
entre niños armados, entre yonquis pinchándose en tubos,
entre chabolas de oro y lino. Sólo quedan las manos viejas,
y vacías, y no quedan niños malos, ni maestros, que nos enseñen el resto.


(Álvaro Hernando, en La Herida Eterna)